viernes, 3 de junio de 2016

El arte callejero

Ayer cuando salia de casa para ir a la facultad en el tren Belgrano Norte ( el rojito). Como salía 5 am. de la mañana o mejor dicho la madruagada, el vagón iba relleno de gente (no digo re-lleno como lo diría un wachiturro, si no 'relleno': del verbo empanada). Íbamos todos apretados, colgados, tratando de quitarnos de la cabeza la el placer de sentir calor en el cuerpo mientras dormimos y pensando qué haríamos de nuestras vidas si las cosas no cambian para mejor.
Algunos nos poníamos los auriculares y oíamos música para hacernos la ilusión de que la existencia tenía banda de sonido; otros abríamos el librito de bolsillo en la página que habíamos marcado durante el viaje de ida, y seguíamos viendo cómo iba la historia del cuento de Javier Marías. Los más, sin literatura ni música, cabeceaban tristones como en modo automático, tratando de no mirar a los ojos al que estaba nariz con nariz cosa de no generar ningún tipo de vinculo, un tema que hablare en otro momento.
En Tortuguitas la cosa se calma un poco, no mucho, pero se podía cambiar de posición las piernas. Igual la mayoría viajaba triste. A veces una chica que había conseguido un asiento para leer sonreía por alguna cosa de su libro, y esa sonrisa perdida en el mar del malhumor parecía un colibrí entre una multitud de flores muertas. Pero a veces ni siquiera hay una chica sonriendo. Algo que no voy a entender nunca es la persona que va a la facultad leyendo apuntes.. ¿con que necesidad seguir castigándote? y lo digo por que estoy seguro de que esa clase de personas no duerme el día anterior.
En Munro con suerte, me podía sentar. Y en la estación Ciudad Universitaria nos bajábamos todos en silencio y subíamos las escaleras. Arriba, entre los rieles y la LA cancha de River había notado que un grupo de músicos de valla a saber donde puso sus parlantes e hizo melodías de Bizet, de Tchaicovsky, de Mozart y de Beethoven. Eran tres: una pianista linda, un violinista gracioso y un flautista enloquecido. Fue la primera vez que los vi.
La gente salía de tren y ya desde lejos podía oírlos. Cuando la turba pasaba por al lado del trío, lo más frecuente es que cada uno se detuviera algunos un segundo, otros más, y se quedaran un ratito suspendidos en medio de la armonían sin importar el frio ni la hora ni siquiera la oscuridad. Se notaba que por ese pasillo todo el mundo experimentaba una transición, algo extraño, una certeza de que las cosas de esta vida podían ser mejores, algo que los acariciaba con instantáneamente.
Todos salíamos del tren desesperados por llegar a la facu, pero cuando atravesábamos la música no había quien no se detuviera un segundo. Cuando una composición terminaba, los aplausos eran tan reales y agradecidos que parecían ser los primeros aplausos verdaderos que yo había escuchado en mi vida. 
A la vuelta cuando salí de la facultad seguían ahí, me tocó pasar cuando terminaban de ejecutar "Carmen". Oí otra vez los aplausos y también vi, de reojo, una mirada que se hicieron la pianista con el chico del violín. La mirada era de triunfo. Se miraron y sus ojos decían 'estamos en la gloria'. Yo pensé en ese momento que el arte estaba ahi, congelado en ellos, y que la pareja de músicos, durante el segundo que les duró la mirada, lo sabían mejor que nadie en el mundo.
Los estudiantes de Cs. Sociales pasaban de a montones y durante un instante creían que las cosas podían ser mejores de lo que eran. Ellos solamente hacían un poco de música, y al final del día contaban las monedas que el público pasajero les había dejado en la funda del violín. Músicos que tenían que vivir de tocar en el pasillo de unas escaleras: si alguien lo medía con la vara del éxito, esos chicos estaban fracasando rotundamente. Pero yo pasé y los vi, y pude retener la mirada del violinista y la pianista, y era una mirada de triunfo.
Después subí al tren en silencio. Me fui a casa pensando que yo conocía a esos chicos, que conocía en ese lugar de nuñez a un montón de gente que, como esos músicos de la estación, no querían nada malo para este mundo, sino únicamente un poco de magia y de misterio. Y que se conformaban con hacer lo que amaban, en el Teatro Colón o en la calle. Y me sentí yo mismo tan lleno de misterio y de felicidad, que me hubiera gustado tener un frasco a rosca para encerrar ese sentimiento fugaz y usarlo durante estos días, en los que me cuesta tanto escribir por qué amo con desesperación a este Blog.