jueves, 30 de junio de 2016

La copa America y los Estados Unidos

Me fascinan bastante los norteamericanos que no entienden ni quieren entender el fútbol. Para ellos es un juego menor que se llama soccer y que juegan sus hijas en la escuela. Para ellos el fútbol es como la milanesa de soja: la miran, la huelen, pero no la pueden masticar porque les parece un aburrimiento. Ellos adoran cuando, en sus deportes espectaculares, el tanteador llega a cien, o cuando aparecen chicas universitarias con pompones de lana en los entretiempos, o cuando los relatores salen por los altoparlantes del propio estadio. En cambio al fútbol nuestro lo ven triste, les parece un juego lánguido propio de latinos con espaldas mojadas y de europeos con complejo de inferioridad.
No entienden por qué nuestros mediocampistas no llevan hombreras; no les gusta que los córners no valgan tres puntos; no pueden entender la gracia de un deporte que, después de ciento veinte minutos, puede acabar cero a cero.
Hace un par de semanas, en la chacra de pilar donde pasábamos las el ultimo finde largo con una amiga, tuvimos de vecinos a una pareja de Texas. Él se llamaba Mike y ella Honey, que quiere decir cariño o miel, una de las dos. (En realidad nunca supimos el verdadero nombre de la chica.) Una noche Mike y Honey miraban un partido de la NBA desde el palier, disfrutando del cielo austral. Julieta y yo los espiábamos un poco desde nuestra cabaña, a pocos metros, mientras hacíamos un asado de tira.
Mike había armado (sin querer) la imagen habitual que los norteamericanos tienen de sí mismos: se mostraba como un hombrón extrovertido, de cogote colorado, que bebía cervezas en packs de a seis, con el televisor cerca de la cara a un volumen altísimo. Su mujer había prendido una barbacoa pequeña, circular, que parecía un ovni. Los dos miraban básquet. Cuando el partido terminó, el equipo del Oeste le había ganado 196 a 173 al equipo del Este. Los jugadores, en su mayoría negros, habían hecho piruetas increíbles para alcanzar ese score. Nuestro vecino Mike había saltado veinte veces de la silla, casi en éxtasis, y nuestra vecina Honey había pegado unos cuantos respingos. Entre el inicio y el final del partido, Mike y Honey habían calibrado el fuego de la barbacoa, habían echado al grill unas hamburguesas, habían cenado con mucho picante y habían bebido dos tazas de café negro.
Cuando terminó el partido de básquet los dos se acercaron a nuestra cabaña, y nos encontraron asando tres kilos de vaca muerta en la parrilla. Hacía dos horas que habíamos puesto la carne sobre unas brasas mínimas, y todavía faltaba una hora más para que estuviera crocante. Mientras tanto, mirábamos en Youtube las mejores jugadas del Barça contra el Celta. Julieta y yo estábamos maravillados por el cuarto gol, en donde Messi malogra un penal a propósito para cederle el gol a Luis Suárez.
Yo miraba la secuencia una y otra vez, desde los distintos ángulos de las seis cámaras, y no podía creer el virtuosismo de la idea.
—Qué genio es el hijo de puta —decía yo, balanceando la cabeza desde Chile a Puerto Madryn—. Iba a ser su gol número trescientos en liga, y mirá lo que hace el hijo de puta.
Entonces enfoqué el gesto de Mike a mis espaldas, para comprobar su asombro, o quizás para decirle con los ojos que en nuestro deporte también ocurren ciertas maravillas, y él sin embargo veía la escena del penal con desconcierto. En realidad no entendía lo que había pasado entre Messi y Suárez. Sus ojos norteamericanos solo veían a un jugador patear despacio hacia adelante, y a otro llegar sin marcas, sin impedimentos, y pegarle fuerte sin oposición de nadie. No había grandes acrobacias en la jugada, ni riesgos comprobables para el físico de los delanteros, ni malabarismo alguno en aquella acción. Mike contemplaba mi asombro como los yanquis suelen mirar El Chavo del Ocho: con un poco de lástima y otro poco de vergüenza ajena.
—My no comprendo soccer —me dijo después, poniendo los labios en posición de banana invertida—. ¿Por qué genio el gol del hijo de puta?
Y yo no supe con qué palabras contestar esa pregunta.
Porque si lo miramos con ojos de yanqui (o de extraterrestre, o de ameba) el gol de Luis Suárez después del penal de Messi no tiene mucha gracia. No es un gol estético ni resulta espectacular. Esa jugada solo maravilla al que ha visto miles de partidos de fútbol y conoce la extravagancia de la sutileza. Ese gol asombra al que ya sabe ciertas cosas: ese gol es una lección para el pedante Cristiano, que no festeja los goles de sus compañeros; ese gol es un guiño entre dos personas que toman mate. Hay que tener cierta información genética para disfrutar esa jugada. En cambio hay ciertas acciones del básquet, o del tenis, o incluso del béisbol, que sorprenden a cualquier idiota, incluso al que no está habituado a las reglas de esos deportes.
¿Pero cómo le podía explicar todo esto a un norteamericano, si ni siquiera hablábamos la misma lengua y mi nivel de inglés es pésimo? Lo que tiene de alucinante el segundo gol de Maradona a los ingleses, lo que lo hacerealmente universal, es que hasta un texano puede entender que ahí pasó algo único.
Los invitamos a sentarse a la mesa mientras cortábamos verduras para la ensalada. A ellos les resultó extraño que cenáramos tan tarde, o más bien, que tardásemos tanto en cocinar.
Después de un silencio que no resultó incómodo (porque en las afueras de Tortuguitas los silencios son necesarios) Honey le preguntó a Julieta, en una media lengua graciosa, por qué no cortábamos la carne más fina, como en lonchas, y por qué no la poníamos directamente al fuego en lugar de asarla en las brasas, de tal modo que su cocción tardase diez minutos en lugar de tres horas.
Julieta y yo nos miramos y supimos que la respuesta era idéntica en los dos casos. La pregunta de Mike (“¿Por qué genio el gol del hijo de puta?”) y la pregunta de Honey (“¿Por qué no cortas pequeño roastbeef y lo pones en fuego?”) eran en realidad la misma pregunta.
Casi todas las preguntas del mundo son la misma.
—¿Les decimos por qué?—me preguntó Julieta.
Yo levanté la cabeza para ver las estrellas infinitas del cielo austral y me acordé de un chiste viejo.
—No, dejá —le contesté—. Que se jodan.

domingo, 19 de junio de 2016

Don Americo y el día del padre

Son las 00:21hs y al ser hoy el día del padre en Argentina quería dedicarle unas palabras a mi viejo pero no pude aguantarlas y se las escribí en un papel el cual vi que guardo en la cajita de madera.. La cajita de madera es una caja en donde mi viejo guarda las cosas de mayor importancia así que algo que esta guardado ahí tiene tanto valor que no puede ser reproducido. Pero si bien no voy a hablar de mi papa voy a hablar del abuelo de Mariana... Mariana es una chica que conocí hoy, una vecina de mi misma edad que por casualidad nuestros padres se conocen y como el padre de ella se puso a hablar con el mio, mientras se regocijaban en su día me pidió una mano para prender el fuego del asado, a lo cual acepte. Lo primero que pensé de Mariana al conocerla fue su equilibrio, o mejor dicho el equilibrio que Dios le dio a esa chica por que era igual en inteligente que en fea. Así que mientras yo trataba de poner los palitos de la leña en forma de triangulo para luego después meter un diario y encenderlo, ella me convido una copa de vino tinto y me empezó a contar del abuelo y que no pudo venir a festejar el día del padre por que se había vuelto en estas fechas a su querida Italia. Yo al abuelo lo tenia de vista nomas, y mientras ella me pintaba que el viejo era mil amores me quede con mi imagen que era de un viejo muy viejo y cascarrabias. Ella me contó todo, que era italiano de ley y que era fanático hasta los huesos de Boca Juniors. Se llama don Américo Bertotti y fue uno de los muchos inmigrantes italianos que llegaron a la Argentina por culpa de la segunda Guerra.
Me contó la vida de Americo en el viejo continente, porque (como a muchas mujeres) el buen vino la tornaba melancólica y repetitiva. Me contó que Americo se había ido para ver a su padre que estaba a punto de morir, osea, el tatarabuelo de Mariana el cual lo acompaño a embarcarse a la argentina hace muchos años y le había dicho: “Nunca traiciones tu origen milanés, Américo, y jamás te va a ir mal en la vida”. Él tenía catorce años cuando cruzó el Atlántico con esas palabras en el alma. Y no se las olvidó más.
Cuando dos meses después pisó tierra firme, en Buenos Aires lo primero que lo sorprendió de aquella ciudad enorme del sur de América fue el silencio. Un silencio demoledor. Era la primera vez en años que no escuchaba el estruendo de las bombas alemanas, ni los gritos de las mujeres, ni el ruido espantoso que hace la panza cuando la clausura el hambre.
El jovencito llegó solo, desde Milán, obnubilado y con el pelo hasta los hombros. Al pisar tierra se encontró con el primer gran problema en suelo extranjero: para trabajar (le dijeron) había que cortarse el pelo. Y después llegó el segundo problema: para ir a la peluquería había que tener monedas en los bolsillos. Y al caer la tarde descubrió el tercer problema: para tener monedas había que trabajar. Era el círculo vicioso de los obstáculos.
Descubrió que Argentina era un pueblo de pelicortos; las modas europeas no habían llegado al sur del mundo. Los inmigrantes europeos se reconocían por las calles por el calzado pobrísimo y por las mechas sucias y largas. Muchos tenían el mismo conflicto que él, y entonces en el puerto escuchó un rumor: había una barbería en el barrio de La Boca que le cortaba gratis el cabello a los inmigrantes, con una condición. Pero nadie le explicaba cuál era esa condición. Y para allá se fue el pequeño Américo.
El barbero, que era un criollo de espaldas enormes, lo recibió con una sonrisa y le dijo que lo rapaba gratis si prometía que desde esa tarde, y para siempre, sería incondicional de un club de fútbol que se llamaba Boca Juniors. El joven Américo, sorprendido por tan buen negocio, juró con solemnidad que siempre sería hincha de Boca. Lo juró como solamente puede jurar un chico hambriento: de verdad, y para toda la vida.
Esa tarde Américo salió de la peluquería sin un pelo en la cabeza y con dos colores nuevos en el corazón: el azul y el amarillo. Después pasaron los años, llegó el peronismo, luego se prohibió el peronismo y aparecieron nuevos gobiernos. Algunos muy malos, otros bastante peores. Américo se casó con una buena mujer, tuvo hijos y siempre vivió en  Tortuguitas. Exactamente a dos casas de la mía.
Prosperó mucho desde que llegó de Milán con una mano atrás y otra adelante, y siempre pensó que su buena suerte en la vida había tenido que ver con esos dos juramentos nunca rotos: el de su padre, de no traicionar jamás su origen milanés; y el del viejo barbero del puerto: ser hincha fanático de Boca Juniors para toda la vida.
Pero Dios a veces es irónico o quizás solamente le gusta demasiado el fútbol y sus variantes. Porque a don Américo lo esperaba, en la vejez, una broma divina que iba a ocurrir exactamente el domingo 14 de diciembre del año 2003, a las siete y cuarto de la mañana.
No se si todos se acordaran, seguramente los hinchas de Boca si, pero ese día mientras para algunos fue solamente un partido de fútbol entre Boca Juniors y el Milan, que jugaban la Copa Intercontinental en Japón. Un partido importantísimo (el mejor equipo de América contra el mejor equipo de Europa) pero en el fondo únicamente un pasatiempo. Para don Américo, sin embargo, era algo más. Para el pobre viejo no fue un deporte sino una tortura. Hinchara para quien hinchara, estaría rompiendo uno de sus dos juramentos. 
Fue esto lo que mas me llamo la atención de lo que escribo y me impulso a hacerlo.. Por que todo el mundo le escribe a los grandes héroes de la historia y estoy seguro que Mariana y su conocimiento me podrían haber hablado de cualquier prócer pero sin embargo dedico su tiempo para hablarme de su abuelo, alguien quien para mi era un viejo mas como todos los viejos, pero que hoy justamente el día del padre fue en contra del mundo mismo para hacerle honores al suyo y esto fue lo que paso:
Ya hacía el calor insoportable de diciembre, a pesar del madrugón. Don Américo estuvo acodado en la barra del bar el día del partido, frente a la tele, desde antes de que la televisión conectaran con Tokio. El viejo lloraba de antemano porque todavía no había decidido qué traicionar: si al pueblo donde había nacido, o al pueblo que lo había adoptado.
El primer gol fue del Milan. Américo se levantó de la silla y gritó: “¡Vamo caraco, forza Milano merda puta!”. Después se sentó y siguió llorando a moco tendido. Seis minutos después fue el gol de Boca. Don Américo se levantó y gritó: “!Vamo caraco, aguante boquita merda puta!”. Y se hundió en la barra para otra vez llorar amargamente.
Terminó el partido empatado uno a uno, como si el destino hubiese querido profundizar la herida de muerte desde el mismísimo punto de los penales. Durante lo que duró el receso antes de la definición, don Américo no dijo una sola palabra. Caminaba alrededor de la mesa y bebía despacio su vino barato.
Gritó triunfal los penales convertidos y gritó triunfal los penales errados; gritó los goles de Boca y el gol del Milan, gritó a favor y en contra de sus dos corazones hasta que llegó el último tiro, que le dio el triunfo al equipo del barbero, aquel criollo de ley que rapó gratis a un ‘sin papeles’ sesenta años antes, en un país que todavía era próspero.
Y entonces don Américo dejó de festejar, y también dejó de llorar. Se quedó quieto. Tenía los ojos vidriosos, secos de lágrimas. Miraba el aparato empotrado en la pared, y después miraba a su alrededor, y después otra vez el aparato, como si estuviera viendo por la tele a su padre aquel día de la despedida con sus catorce años y su promesa echa añicos. 
 Fue ahí cuando entendí en el relato de Mariana que Americo no iba a ver a su padre por ultima vez y despedirse sino a festejar su día junto a el.

sábado, 18 de junio de 2016

El mate

El mate no es una bebida, y se lo digo a aquellos que se la pasan tomando café como si los hiciera mas intelectuales o aquellos que toman mate cocido queriéndola caretear que toman una especie de te cuando en realidad el mate cocido es exactamente eso.. mate, pero servido en esencia a un recipiente que le podemos llamar tasa. Bueno, sí. Admito que es un liquido y entra por la boca. Pero no es una bebida. En donde yo me crié nadie toma mate porque tenga sed. Es más bien una costumbre, como rascarse. El mate es exactamente lo contrario que la televisión. Te hace conversar si estás con alguien, y te hace pensar cuando estás solo. Esto pasa en todas las casas. En la de los ricos y en la de los pobres. Entre mujeres charlatanas y chismosas, entre hombres serios o inmaduros. Entre los viejos de un geriátrico y entre los adolescentes mientras estudian o se drogan. Es lo único que comparten los padres y los hijos sin discutir ni echarse en cara. Peronistas y gorilas ceban mate sin preguntar. En verano y en invierno. Este es el único país del mundo en donde la decisión de dejar de ser un chico y empezar a ser un hombre ocurre un día en particular. Nada de pantalones largos o circuncisión, nada de cumplir los dieciocho años ni debutar con una prostituta.. Acá empezamos a ser grandes el día que tenemos la necesidad de tomar por primera vez unos mates, solos. Sin nadie. No es casualidad; no es porque sí. El día que un chico pone la pava al fuego y toma su primer mate sin que haya nadie en casa, en ese minuto, es porque descubrió que tiene alma.

jueves, 16 de junio de 2016

Cuento de los Mecalanidos

Hace muchísimo tiempo, en un planeta que no era éste pero se le parecía un poco en el contorno de la circunferencia, hubo una raza superior a todas las que habitaron el Universo en cualquier época y en cualquier rincón. Eran bellos, inteligentes, generosos, compasivos, valientes y suaves al tacto. En su desarrollo como civilización, lograron construir una sociedad perfecta: en su mundo no existía el hambre, ni el trabajo aburrido, ni los abogados, ni la enfermedad, ni la democracia. Se llamaban los Mecalanidos.
Tal era la sabiduría natural de estos seres, que cualquiera de las grandes mentes conocidas de nuestra civilización (pongamos un Einstein, un Da Vinci, un Sócrates) en el mundo Mecalanido hubiera tenido que ganarse la vida como empleado doméstico o chofer de colectivos.
Pero comencemos por ubicarlos en el tiempo.
El planeta Mecalanido no fue contemporáneo a nuestro planeta Tierra, sino muy anterior. Cuando ellos vivieron su maravillosa época dorada, nosotros no éramos siquiera un boceto mal dibujado en la servilleta del cosmos.
En este planeta remoto la vida transcurría en paz. Pero ésta era una paz verdadera, no una breve tregua entre dos países, que es lo que nosotros podemos entender como la paz. Los Mecalanidos nunca tuvieron guerras, ni conflictos armados, ni tampoco conocieron revoluciones. Esta ausencia de confrontaciones les resultó muy ventajosa para la práctica del ocio (que dominaban como nadie), pero también les acarreaba algunas desventajas de orden práctico, por que al carecer de momentos históricos, de héroes, de generales y batallas, nunca lograron ponerle nombre a sus calles y el servicio de correo postal fue siempre muy ineficaz.
De hecho, es sabido que los Mecalanidos escribieron millones de cartas a lo largo de su historia, pero sólo ocho de ellos pudieron leer alguna.
Y es que, al contrario que otras civilizaciones menos humildes, los Mecalanidos no se desvivían por las telecomunicaciones, ni por el perfeccionamiento técnico. Si había que inventar algo se inventaba, pero sólo si era necesario o urgente. Cuando se topaban con una enfermedad, descubrían la cura; cuando encontraban un precipicio, inventaban el puente. Pero no alardeaban. No avanzaban por avanzar. Hay un ejemplo muy claro de esta actitud: como nunca hallaron problemático esperar media hora y volverse a llamar, jamás desarrollaron la telefonía móvil, a la que consideraban una tecnología histérica.
En realidad, los Mecalanidos no fomentaban el progreso porque no padecían ansiedad por llegar pronto a ninguna parte, dado que se hallaban muy a gusto donde estaban. Y quizás por ese motivo consideraban que el progreso, antes que mejorar la calidad de vida, sólo tendía a demacrales el cuerpo. "El mando a distancia no te hace más moderno", rezaba un refrán Mecalanido, "lo que te hace es el culo más gordo".
El único problema de los Mecalanidos era el amor. Cuando dos Mecalanidos se enamoraban de verdad y sin remedio, morían instantáneamente. A veces primero uno, a veces los dos al mismo tiempo. Esto, al principio, provocó que los Mecalanidos tendiesen a la promiscuidad, pero como eran seres de un corazón enorme, una gran inteligencia y una belleza alarmante, no podían dejar de enamorarse tarde o temprano. Y de morir inevitablemente en lo mejor de su edad.
Quizás para equilibrar su paso fugaz, una de las características más obsesivas de los Mecalanidos fue lograr la máxima sencillez en el lenguaje. Para ello hacían uso de un sistema encadenado de caracteres, en donde el mínimo cambio de estructura confería distintos significados. Era tal la capacidad de síntesis del lenguaje Mecalanidos que un dibujante era capaz de realizar un identikit perfecto escuchando del testigo únicamente la palabra "estuqi".
La composición molecular de su lenguaje propiciaba que cualquier cadena de caracteres significase algo. Un Mecalanidos ciego aporreando un teclado generaba palabras reales. También un bebé Mecalanidos gateando por arriba de un cuaderno. Todos, al pasar por encima de un teclado o garabatear signos en un papel, emitían una idea y hasta a veces un soneto con rima consonante.
Algunos narradores Mecalanidos de vanguardia solían escribir largas novelas tirando seis o siete bolsas con fichas del escrabel desde distancias considerables. De este modo cualquiera podía escribir, con independencia de su capacidad de comprender lo escrito. (En el mundo humano, lo más parecido a esta práctica se denomina blog).
Otra capacidad extraordinaria de esta raza es que sólo eran capaces de adquirir conocimientos en la oscuridad. De día o con luz artificial, únicamente estaban capacitados para disfrutar, reventarse granos, cantar, reproducirse y cocinar. Pero si lo que deseaban era aprender un arte, un oficio o una ciencia no recurrían al esfuerzo sino a la falta de luz.
Para aprender el oficio de repostero, por ejemplo, un Mecalanidos sólo necesitaba entrar en una panadería y permanecer a oscuras un par de horas. Para conocer los secretos de la mecánica automotriz, debía meter la cabeza dentro de un capó y esperar un rato. Para conseguir una licenciatura en psiquiatría, únicamente había que entrar de noche en un manicomio.
Además, la educación era involuntaria. Tras el Gran Apagón del año 878, que duró seis días y provocó terror y suicidios, más de dos millones de Mecalanidos se convirtieron, sin darse cuenta, en campeones mundiales de ajedrez.
Los adolescentes Mecalanidos aprendían todo lo referido a la educación básica y media en sólo cuatro noches, encerrados en una biblioteca sin luz eléctrica. Sólo un número insignificante de adolescentes (en general albinos) reprobaban alguna materia y tenían que volver durante el fin de semana. "Me llevé matemáticas a sábado", le decían a sus padres.
La sabiduría era —de este modo— un bien tan fácil de adquirir que todos poseían conocimientos amplios, minuciosos y extravagantes sobre cualquier cosa. En el mundo Mecalanido no existían los conceptos de escuela, universidad, taller literario, libro de autoayuda, o televisión estatal matutina. Al no ser la educación un valor agregado, tampoco existía la noción de fiaqueza intelectual. En el mundo Mecalanido la erudición no constituía un privilegio sino un síntoma de haber comprado una casa mal iluminada.
Tal era el poder del conocimiento en la oscuridad, que a lo largo de sus vidas los Mecalanidos eran capaces de practicar más de sesenta profesiones diferentes y mantener en activo dos docenas de hobbies. El saber, por tanto, no tenía edad. De hecho, todos los Mecalanidos nacían ginecólogos.
Mucho más complejo y peligroso les resultaba, en cambio, el arduo camino de la conservación de la especie. Al tenerlo todo, era previsible que la naturaleza debiera equilibrar tantos dones sembrando —en la aparente felicidad Mecalanida algo que los desfavoreciera.
El exterminio provocado por el amor mutuo que nunca pudieron solucionar porque no era de hecho un problema sino una conformación genética, los estaba matando lentamente.
En su totalidad, los Mecalanidos eran alrededor de 180 millones, y su tasa de natalidad bajaba un 6% cada año, dado que el sexo por recreación era peligrosísimo, ya que la diferencia entre clímax y amor los confundía bastante. Las familias, casi siempre, estaban constituidas por una pareja que no se amaba en absoluto, pero que se escudaba en la monogamia por temor a una aventura extramatrimonial que pudiese dejar huérfanos a los niños.
Comenzó entonces, poco a poco, a gestarse el fin de la raza más valiente y hermosa de todas las que habitaron nuestro Universo. Una decadencia tan cruel, injusta y romántica, que generó una de las leyendas más perdurables que se conocen en el universo: la orgía del fin del mundo.
Con el paso de los años, entendieron que el miedo a la felicidad podía costarles algo más que la extinción: les costaría la permanencia inútil en una vida sin deseos ni profundidad. Y entonces, con la sabiduría que los caracterizó también en las buenas rachas, decidieron organizar una fiesta desenfrenada donde se comía, bebía y se mantenían relaciones sexuales de duración indeterminada, con el objeto de que cada Mecalanido pudiese morir de amor y no de miedo, hasta que no quedase nadie.
Esta fiesta, que fue la más grande de todas las que se han llevado a cabo en el Universo, duró catorce años y comenzó con siete millones de invitados. El vino, la gaseosa y la cerveza se convirtieron en alimentos gratuitos de primera necesidad, y se colocó iluminación accesoria en todos los espacios, para que nadie aprendiese nunca nada nuevo en lo oscuro, durante la orgía monumental.
Los Mecalanidos salieron entonces a las calles a buscar a su media naranja y morir en sus brazos. Después de siglos de monogamia, matrimonio vacío y sedentarismo ocioso, ahora todos conversaron y rieron con todos. Todos se besaron en la boca para saber qué pasaba. Algunos, los más enamoradizos, morían pronto, pero los primeros entierros eran excusas llenas de música para que otros solitarios conociesen gente nueva.
Fueron años de joda, gritos en las esquinas, sexo casual, mordiscos leves y música improvisada. Como no había vecinos con ganas de dormir (ya que todos estaban en la fiesta), ni existía la policía, tampoco había motivos para que la fiesta llegase a su fin ni para que nadie cobrase coimas y multas. Al séptimo año se habían celebrado más de seis millones de muertes por amor, y la música no cesaba. Ni tampoco el amor.
Al comienzo del último año de la fiesta (y de la especie) solamente quedaban 724 Mecalanidos en la superficie del planeta. Desde el aire, parecían una pequeña manifestación enloquecida gritando y bebiendo y cantando. No había dolor ni remordimiento. Cada vez que uno de ellos moría, los que estaban cerca lo cubrían de flores y el grupo seguía el viaje hacia la eternidad elegida.
Por las noches dormían a la intemperie, bajo unas enormes mantas cuadriculadas por donde se metían mano sin saber quién era quién, y se besaban en la oscuridad diciéndose sus nombres para reconocerse. Ni siquiera en los inviernos más gélidos de esos catorce años sintieron frío. Ni siquiera cuando en vez de setecientos fueron noventa. Y tampoco cuando sólo quedaron ocho.
Y después fueron seis; y más tarde tres.
Los últimos dos Mecalanidos amanecieron con algo de resaca, el último día de la especie. Cubrieron de flores al antepenúltimo de sus muertos y se fueron a limpiar un poco el desastre de la noche (botellas rotas, manteles a la miseria, ropa interior por el suelo) antes de fumarse un cigarro juntos y contarse sus vidas. Sabían, por haber llegado juntos al final de la fiesta, que eran los anfitriones y que aquélla era ahora su casa.
Los dos estaban un poco sensibles y borrachos, después de tanta fiesta. Eran jóvenes y hermosos. La mañana parecía de primavera y tenían claro que no tardarían mucho más en enamorarse.

martes, 14 de junio de 2016

64. La Tarantula

En el año 2001 tenia nueve años y era adicto a las figuritas Reino Animal. Si llenabas el álbum te ganabas una pelota de cuero. Yo queria una pelota con gajos negros y blancos, que estaba colgada en la vidriera del kiosco de Don Modesto. Por eso compraba figuritas. Compulsivamente. Cada billete que llegaba a mis manos, cada moneda, iba y compraba paquetes de cinco figuritas. Los abria con nervios, porque me faltaba solamente una, la 64. Me falta la tarántula. Nombre científico, eurypelma californica.
Tenia todo el álbum lleno menos esa. La tarántula. A la noche no podía dormir porque me carcomia el deseo arácnido. Pero cuando al final me dormía soñaba con la tarántula. Soñaba que abría un paquete y que ahí estaba. Toda peluda.
En la vida de todos los días empece a cambiar mis costumbres. De golpe y porrazo queria ir a hacer los mandados siempre yo, para quedarme con el vuelto. Olfateaba la presencia de la plata, la necesitaba para comprar figuritas. Mi mamá le decia a mi papá, por ejemplo:
—Maximo, andá acá enfrente y compráme un caldito knor.
—¡Voy yo! —gritaba— ¡Dejá que voy yo, que papá está ocupado!
Todos estaban felices con mi nueva personalidad. Empezaba a ser el hijo que habían soñado tener. Cuando no había nada que comprar en casa, me iba a lo de mi abuela Chola y le tocaba el timbre con una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Querés que te haga los mandados, abuela Chola?
Si me pedia un kilo de pan, le compraba tres cuartos. Si me pedia leche, le compraba la Vascongada que era más barata. Me quedaba con las monedas; me compraba figuritas. Y así fueron muchos días. Pero la tarántula no aparecia.
Al tiempo, además, me iba poniendo flaco. Era normal, porque hacia más de un mes que no probaba un Sugus, ni un Jack, ni una Mielcita, ni una Gallinita, ni un chicle jirafa. Nada. Todo lo que tenia me lo gastaba en figuritas. Compraba de a cuatro, de a seis paquetes. El kiosquero Don Modesto se estaba construyendo la pieza de arriba gracias a mí.
A la tarde me encerraba y daba vuelta las páginas del álbum. Estaban todas pegoteadas de plasticola, todos los agujeros llenos, menos uno. Iba pasando las hojas que estaban completas completas y sonreía triunfal. La mayoría de las figuritas tenían una historia: la cebra me la había ganado haciendo pulseadas en el recreo, el ornitorrinco me lo había regalado mi primo el de San Isidro, la anguila eléctrica se la había afanado a Sebastián cuando se durmió. Miraba el álbum con orgullo, hasta que llegaba a la hoja que me avergonzaba. La hoja 22, donde había un hueco que decía: "Nº 64. La tarántula (eurypelma californica)".
Un fin de semana por medio íbamos a San Isidro a visitar a mis abuelos que tenían guita. Me gustaba ir, me gustaba muchísimo ir porque me daban plata. Pero no la plata común que existía en mi casa en esa época. Me daban billetes que no habia, como por ejemplo un rojo. En la comunión mis viejos, me habían dado un rojo, En ese entonces a los chicos se les daba monedas, y si te sacabas un sobresaliente con signo en la escuela te daban un marrón.
Con un marrón te comprabas cuatro paquetes. Pero con un rojo te comprabas veinte paquetes. Es decir, cien figuritas. Mi sueño era tener un violeta y gastármelo de golpe en cuarenta paquetes. Eso es doscientas figuritas. Pensaba que si me compraba doscientas figuritas, así de golpe, me tenia que aparecer la tarántula, por lo menos cuatro veces, y tener una y con las otras tres venderlas y recuperar el resto de la plata.
Cuando volviamos de San Isidro venia en el auto apretando un rojo que me había dado mi abuelo con guita. Paramos en la casa de unos amigos que viven en la ruta. El hijo, Sebastián, me decía que el mayor de los Zanotti, que vivian al lado, se había sacado la tarántula dos veces. Me lo decia con los ojos grandes, porque era lo más importante que le había pasado en la vida hasta entonces. No al de Zanotti, a Sebastián.
—¿De verdad se la sacó dos veces? - le decía yo.
—Sï. Y con una llenó el álbum y ya tiene la pelota de cuero.-
—¿Y con la otra qué hizo?-
—A la otra la vende.- Me decía.
—¿Qué pide?-
—Pide dos rojos. Pero si sos una chica, pide que le mostrés la concha.
Yo no tenia ni concha ni mucho menos dos rojos, así que me volví a casa odiando a Zanotti. Pero pensando que era posible, que la tarántula existe. Que no era un invento para que compres figuritas, como decía mi papá. Ese dato, que alguien de Torcuato se había sacado la tarántula, me volvió mucho más cumpulsivo.
Al otro día respire hondo y me gaste el rojo entero en figuritas. Don Modesto, el kiosquero, me quería a mí más que a la esposa. Incluso me dejaba ver al trasluz los paquetes antes de comprarlos. Pero no se veía nada. No se veía un carajo al trasluz. Por el camino iba abriendo los paquetes que me había comprado e iba diciendo en voz baja la te, la te, la te, la te, la te, la te.... Me deje tres paquetes sin abrir, para después de comer. De esa manera seguía teniendo algo por lo que vivir.
Cene sin pensar esa noche, sin disfrutar, sin levantar los ojos del plato. Me preguntaron que me pasa. No contestaba. Antes del postre me fui a la pieza y abrí los paquetes que me faltaban. La jirafa puta aparecía siempre. Estaba harto de ver la jirafa. También salio la boa. Y la figurita que más odiaba de todas las repetidas era el ciempiés, porque cuando la ibas sacando de a poquito, cuando ibas orejeando para darle suspenso, te daba la sensación óptica de que era la tarántula. Entonces el corazón te empezaba a latir fuerte, pero enseguida salia entera y es era ciempiés. La tenia repetida cuarenta veces al ciempiés. Pero de la tarántula, otra vez, no había noticias.
A la mañana del otro día mi mamá me preguntaba qué pensaba hacer con la plata que me había dado mi abuelo en San Isidro. Me decía -qué te parece si te compramos unas zapatillas en el shopping -. Le dije que me parecía muy bien, pero que la plata se me había acabado.
Mi mamá se puso a llorar. Siempre llora cuando menos te la esperás. También te pegaba cuando menos te la esperabas. Cuando te pegaba era porque te habías mandado una cagada normal. Pero cuando directamente lloraba, es porque te habías mandado una cagada gigante. Me dijo que era un boludo, y me busco el álbum del Reino Animal para romperlo. Me decia que la tengo recontra podrida.
—¿Cómo te vas a gastar cincuenta mil pesos en figuritas, anormal? —me decia llorando— ¿Vos sabés cuánto gana tu padre?
Cuando mi mamá lloraba estaba más o menos tranquila porque se preocupaba de llorar y de que no se le fuera la pintura. Pero cuando paraba de llorar empezaba a acordarse de por qué la habias echo llorar, y ahí lo mejor es que te escondás porque no te fajaba despacio. Te fajaba a lo loco. A lo loco es cuando te faja repitiendo la misma frase mientras te va pegando:
—¿Vos sabés (zácate) cuánto gana (zácate) tu padre (zácate)? — y va repitiendo el ritmo: sujeto - chancletazo, predicado - sopapo, objeto directo - chancletazo. Y no te quedaba otra que hacerte un bollo y esperar que se le acabe la bronca, que era más o menos en el estribillo catorce.
Al final me fui a llorar a la pieza. Llore un poco porque me dolió, pero más que nada porque era medio humillante que me pegue una mujer. Yo tenia un par de amigos que les pega el padre, y me parecia más sensato. Ellos me decian que no, que yo tenia suerte, y me mostraban las marcas.
En casa mi papá no me pegaba nunca. Lo que hacia es venir a la pieza después de que me pegaba mi mamá. Venia y trataba de explicarme de por qué me fajaron. Lo hacia medio en voz baja, porque le daba miedo de que mi mamá también lo fajara a él:
—Un poco tiene de razón —me dice—. No podés gastarte tanta plata en boludeces.
—No son boludeces, son figuritas —hablar llorando es dificilísimo, porque tenés que estar boca abajo y la almohada mojada te hace como un eco y parece la voz de Carozo, el de Narizota.
—Te podés comprar un paquete, dos paquetes —dice mi papá, que es contador no recibido—, lo demás lo tenés que ahorrar. En la libreta de ahorro no tenés nada.
—Me falta una sola —digo llorando—, la tarántula...
—Con más razón. Cuanto menos figuritas te faltan, las posibilidades de que te salga la que querés es menor.
—¡Por eso compro muchos paquetes! —le digo a la mitad de un puchero— ¿Te pensás que soy tarado?
—¿No te das cuenta de que con la plata que te gastaste en figuritas te podrías haber comprado dos pelotas de cuero por semana?
Me di vuelta. Tenia los ojos en compota. Me lo quede mirando como si fuera tonto. Él. Como si él fuera tonto. Y ahí me di cuenta de que mi papá era contador y todo lo que quieras, pero no tenia la menor idea de lo que significaba juntar figuritas.
A las dos semanas de la paliza, medio mundo tenia la tarántula en todo Torcuato. Yo también. De golpe la tarántula estaba en todos los paquetes. Yo me la saqué en uno que compré de casualidad en lo de Don Modesto. Llené el álbum a los pedos y lo canjeé por la pelota. A la tarde nos pusimos a jugar con Sebastián a la cabeceada, se nos escapó la pelota a la ruta y la reventó un escania. La pelota hizo un ruido buenísimo cuando explotó.
Al otro día salió el álbum del Reino Vegetal. Ahí la difícil era el helecho. Nombre científico, nephrolepis exaltata

El terrorismo esta en la falta de perdón..

En este momento tendría que estar estudiando para derecho en la mesa de la cocina sin desconcentrarme pero me fue inevitable no escuchar entre todo este quilombo que hay ahora del ataque terrorista en Orlando donde un tipo del ISIS mato a 50 personas en un boliche por ser gays, los padres de los chicos que murieron sin razón y el odio a causa de su dolor que era tanto que uno llego a decir que ojala tiraran una bomba nuclear que destruyera a todo Afganistán. A si que cambie de canal y seguí estudiando hasta que en Canal Nueve de trasfondo escuche en una breve noticia pasajera la historia de Fabio.. Fabito le decían.. Fabito es el clásico pibe de zona Oeste que murió a causa de accidente de transito donde hoy no hay culpables, al parecer este chico de quince años había sido atropellado por el auto de otro menor que, sin carné y quizás borracho, se había dado a la fuga, y en vez de cambiar de canal otra vez subí el volumen por que algo me llamo muchísimo la atención.. tanto que deje todo de lado.
. El periodista le estaba poniendo el micrófono a la madre del chico muerto  y esperaba el discurso que habia escuchado hace un rato en Orlando, me preparaba para el nudo en la garganta y la empatía con aquella pobre mujer que, en segundos, comenzaría a gritar la palabra justicia, una vez, tres veces, seis veces. Pero no. No ocurrió. La madre del chico muerto miró la cámara y le habló al otro chico, al que se había fugado. Le dijo que tenía su perdón (el de ella) y que ojalá ese perdón le sirviera (al tránsfuga, al del auto) para dormir por las noches. Dijo la mujer que debía de ser horrible, para un muchacho, matar sin querer a otro. Y le pidió a la Justicia comprensión.
Hay más gritos que palabras en las televisiones, y aquella mujer se perdió muy pronto en el maremoto de la Copa America y recetas de cocina express. Quedó relegada. Yo nunca volví escuchar a nadie, hasta hoy aparte de mi vieja perdonar en caliente. Paso otra vez después de dos horas en C5N. Estaba almorzando y no podía creerlo. Esta vez fue en Santiago del Estero. "Prefiero mi situación a la que deben de estar pasando las madres de los que mataron a mi hijo. Prefiero su muerte a que él hubiera matado a alguien". Eso dijo la mama de un tal Juan Fernando Martínez, un chico de 18 años apuñalado por una bandita de adolescentes descerebrados. Su rostro estaba sereno, como la otra madre de Buenos Aires. Su cara estaba en paz. Y el padre del chico, a su lado, asentía cada palabra de la mujer. El también habló, aunque la voz le temblaba mucho, a veces las personas cuando tienen un dolor tan profundo tratan de esquivarle a esa acides a los ojos que provoca el llanto y ese vacio que va desde el pecho a la garganta. El papa dijo al periodista: "Tendrías que haber visto su expresión, porque para haber sido una muerte violenta, Juan tenía una cara de paz, de tranquilidad, que no habría tenido si hubiera muerto con odio... Estamos seguros de que los perdonó" (a sus asesinos). La esposa lo interrumpió: "Sabemos que sus madres están deshechas y pensamos en ellas, en cómo deben sentirse al saber que sus hijos han causado este daño". 
Son tiempos de perdón muy escasos estos días. La violencia se multiplica y la prensa olfatea el sufrimiento y pone los micrófonos en el epicentro del dolor. En cualquier parte del mundo, no sólo en Argentina, la inseguridad está acurrucada esperando la primera bocanada de odio repentino. Las madres de las víctimas son un plato fuerte la los noticieros. No es únicamente acá, es en todas partes: la madre encorvada del chico muerto a balazos en un fuego cruzado, pero también el padre de la nena violada en el jardín de infantes, y la estrella mediática que perdió al amigo y no se calla... Todos hablan con el dolor en la mano, con la razón apagada, cuando les ponen un altavoz en la garganta seis minutos después de la herida mortal. Y el perdón es escaso, la compasión no llega nunca. Pero cuando llega (contadísimas veces) siempre es una madre. Una madre que se pone en los zapatos de otra.

lunes, 13 de junio de 2016

La traicion y la loca Raquel

Raquel no era peligrosa, más bien una excentricidad del barrio, pero mi vieja se ponía en alerta máxima —¡Maximilano, metéte para adentro!— cuando la loca se acercaba demasiado. Sus rarezas eran dos: iba vestida de maestra cuando no lo era, y se desvestía en la calle para ponerse el guardapolvos del colegio. Por lo demás, la Loca Raquel era inofensiva y mi madre querida solo me resguardaba por temor a que yo pudiera verla sin ropa. Me resguardó bastante mal, pienso ahora, porque fue la primera mujer desnuda que vi en la vida.
Yo tenía cinco años y esperaba en la vereda a que Maximo (mi viejo) sacara el auto del garage para llevarme al Jardín. Hacía un frío con escarcha, pero Raquel se puso atrás de un árbol y se quitó el vestido por la cabeza, de un solo movimiento, como si fuera una tarde de verano. El momento fue intenso y memorable. Me quedé hipnotizado viéndole las tetas caídas, el matorral esponjoso, las estrías, los brazos blancos como la leche. Pero no fue la palidez del secreto lo que me impresionó.
—¡Maximiliano, metéte para adentro!
Yo miraba otra cosa en el cuerpo de la mujer cuando mi vieja se acercó a la Loca y la espantó como si fuese un perro, es decir, diciendo tres o cuatro veces la palabra juira y haciendo ondular un repasador. Era otra cosa lo que me dejó boquiabierto. Más tarde, en el coche, mi vieja me preguntó qué había visto y yo le dije que nada.
—Nada cómo.
—No vi nada, mamá.
Pero no era cierto. Yo había visto algo en la Loca Raquel. Lo único que me llamó la atención de su cuerpo, lo que sigue en mi memoria después de 19 años, fue la tremenda cicatriz de una cesárea que le partía la barriga en dos mitades.
Al rato escuché, sin querer, una conversación entre mis padres sobre la Loca Raquel. mi mama le decía a mi papa:
—La pobre mujer está así porque el marido la traicionó —y yo entendí que hablaban sobre aquella herida horrible. Y por eso, desde aquella mañana, la palabra traición significó, para mí, un tajo de cuchillo en el abdomen.
No era la primera vez que entendía mal las palabras. De chico yo tenía dos enormes desperfectos: uno, era muy autosuficiente, y dos, me gustaba oír a los adultos cuando susurraban. A raíz de esta mala mezcla siempre confundí todas las cosas. Me gustaba saltar al vacío de las definiciones sin saber si abajo había agua. Por orgullo supongo, y también por vanidad, sospechaba significados rocambolescos y los daba por buenos. También creí, durante años, que el orgasmo era un pianito eléctrico que mi tía Luisa no había tenido nunca.
Con el tiempo, la escuela primaria y los diccionarios "Oceano de color" me descubrieron el verdadero significado de algunas palabras complicadas. Pero en otros asuntos yo seguía siendo muy ingenuo. Los chicos curiosos somos desordenados en la prioridad de los descubrimientos. Es posible que conozcamos los nombres y la ubicación de todos los dientes, pero al mismo tiempo creamos en el ratón invisible que nos pone un billete bajo la almohada.
A los nueve años yo ya conocía algunas definiciones estrafalarias pero, qué paradoja, aún no sabía que los Reyes Magos eran mis viejos. Sospechaba que había gato encerrado, un trasfondo secreto, pero no lograba entender el qué. Era imposible que tres personas subidas a tres camellos pudieran entregar miles de regalos al mismo tiempo en Barcelona, Buenos Aires y New York (mis únicas ciudades conocidas), pero también eran imposibles muchas otras cuestiones.
Una cosa es comprender, por ejemplo, qué dice el diccionario sobre el vocablo traición, y otra cosa mucho más pedagógica es sentir cada letra en la nuca. Cuando Fernando Gorriti, en el recreo, me contó la verdad sobre los Reyes, sentí el peso multiplicado de la palabra. No me sentí traicionado una, sino siete veces. Mis padres me habían engañado año tras año, desde el 93 a la fecha, como si yo fuese una paloma muerta que los caminantes pisan y pisan y pisan durante una marcha por los derechos del animal.
Si los Reyes no existían, ¿qué fueron entonces aquellas noches en vela? Recuperé en mi cabeza imágenes felices que, de repente, se convertían en humillaciones del pasado: mi papá llevándome a la quinta a buscar pasto y agua, mi mamá fingiendo sorpresa al verme abrir un paquete que ella misma había envuelto, ambos diciendo haber oído las pisadas de los camellos; todos, absolutamente todos los veranos de enero habían sido una mentira.
La traición es un terremoto en los cimientos del pasado, una segunda versión de tu propia historia que desconocías y que alguien (el traidor) ha modificado para que sientas vergüenza y te conviertas en un imbécil en diferido. La traición nunca ocurre ahora, en el momento, sino antes. Las manchas del recuerdo en la alfombra son quienes te señalan la ofensa. Si no tuviéramos memoria nadie podría sernos infiel, ni desleal, ni traicionarnos.
Un chico que descubre la profundidad de la traición se queda, de golpe, solo en medio de una casa llena de juguetes sin pilas. Si los Reyes, que eran algo trascendental, no existen, entonces puede que no existan muchas otras cosas. La traición nunca viene sola: la escoltan, bravuconas y serviles, la sospecha y la incredulidad. ¿Seré adoptado? ¿Mi abuela también serán los padres? ¿Existe Mario Alberto Kempes, Dios, el carnicero Antonio, las milanesas con papas? ¿Cuánto más me han engañado y han reído a mis espaldas?
Yo cantaba tangos a los gritos. Yo decía "arácnido en tu pelo" en El Día Que Me Quieras; y decía "el pintor escobroche" en la segunda estrofa de Siga el Corso. Cuando supe que esas letras no eran tales, que eran otras, tuve vergüenza de mi pasado cantor, de todas las veces que los grandes me habían oído desafinar y habían reído a mi costa sin marcar nunca el error, para poder seguir riendo en el futuro. ¿Cuántas veces me quedé esperando insomne en la noche, para oír las pisadas de los camellos en el patio, y ellos también reían?
La traición siempre es un descubrimiento tardío, pero es la infancia donde ocurre por primera vez. Las demás traiciones de la vida solamente son ecos de una primera. El cornudo que descubre a la mujer en la cama con otro se duele, antes que nada, de su infancia dolorida, de los pequeños detalles del pasado, y no tanto por el delito que ve con sus ojos. Lo monstruoso del engaño es que el ayer se derrumba —sí, también el futuro, pero no está allí el epicentro del dolor—; se derrumba lo que creíamos blanco, se ensucia en la memoria, y nos sentimos estúpidos en el ayer, pobres diablos en la percepción del otro, que reía y nos veía reír, que juraba haber oído los pasos de unos camellos o juraba llegar tarde del trabajo cuando en realidad regresaba de un hotel.
No, yo no estaba equivocado a los cinco años, pienso ahora que ya tengo 23: la traición sí es el tajo de un cuchillo en el abdomen, una puñalada que puede volverte loco como a la Loca Raquel, y dejarte desnudo para siempre atrás de un árbol.

miércoles, 8 de junio de 2016

Yo creía que esto me pasaba solo a mi

El día que Jürgen Bernd toco el timbre de la casa de Armin Meiwes, la vida social de la humanidad cambió para siempre. Hasta entonces el mundo era una extensión enorme de tierra, llena de gente sola y perdida en sus fobias y deseos, trastornada y única en su soledad. Gente callada, esquiva, chorreando traumas inconfesables. Desde pendejito Armin quería ser caníbal y Jürgen sólo fantaseaba con ser devorado vivo. Jamás hubieran llegado a conocerse en otra época, pero vivían en ésta. El 6 de marzo de 2001 se encontraron en un foro de Internet, y programaron una cita el fin de semana. Para comer(se) jajaja!
A los nenitos chiquitos de ahora, que nacieron con un puerto USB integrado en el culo, les será imposible entender el mundo que nosotros conocimos en el siglo veinte. La absoluta desconexión, la apatía brutal, la soledad incomprensible de nuestras obsesiones. En nuestros tiempos, si por ejemplo desarrollábamos el deseo de comernos vivos a alguien, lo más probable es que jamás hubiéramos logrado conversar con otro al que le pasara lo mismo, y mucho menos encontrar a uno que nos hiciera el favor de dejarse, por placer.
Hace unas semanas, durante una sobremesa, me informaron que existe una clase de gente que anhela ser amputada. Sí, señora, como lo oye. Se reúnen en unos foros macabros, en donde conversan sobre sus deseos de que les corten una pierna, o un dedo, o un brazo, o los dos. Se conectan desde todas partes: desde Londres, desde México, desde Nueva Zelanda, desde Zaragoza. Al llegar por primera vez al foro, todos se sorprenden de ver a tantos con la misma tara. "Yo creía que esto me pasaba solamente a mí", es la frase más recurrente de los nuevos integrantes registrados.
A la ciencia le ocurría lo mismo. Ningún sociólogo, ningún siquiatra, ningún doctor de bigotito y bata, nadie con dos diplomas en la pared sabía de la existencia de este trauma colectivo, hasta el arribo masivo de Internet a la casa de todo el mundo.
En 2001, Armin Meiwes era un técnico informático callado y poco sociable, de 43 años, que vivía en la ciudad alemana de Rotemburgo. Hijo único de padres más o menos normales, desde chico había desarrollado la fantasía de comerse a sus compañeritos del colegio. Pasó la adolescencia entera sin hablar de esto con nadie, sin morder a ninguno, y sin hacerse mayormente el loco. ¿Cómo hubiera podido conversar sobre su drama? ¿Con quién? ¿Por qué? Creció y llegó a la adultez con el secreto atragantado en la garganta, y con los dientes afilados, pero vírgenes.
En la otra punta de Alemania vivía Jürgen Bernd, un militar ya retirado, de 42 años, que fantaseaba locamente con que alguien se lo masticara con cuchillo y tenedor. De a poquito, de a rebanadas, con él mismo mirándolo todo. Pasó cuatro décadas enteras creyéndose loco, y sabiendo (esto es lo peor) que nunca encontraría a su media naranja, ni a nadie con quien poder hablar del asunto.
Antes, a toda esta gente le quedaba únicamente la opción de matarse. Era imposible para ellos pensar que encontrarían, en su barrio, en su ciudad, a otros con las mismas aficiones descarriadas. La gente, cara a cara, no es muy dada a hablar sobre sus patologías. Lo que propicia Internet no es sólo una comunicación global en donde todos los locos pueden encontrarse buscándose en Google, sino también la oportunidad de hablar sin los velos que existen en el mundo real.
De todos modos, ya quedan también muy lejos los tiempos (y parece mentira) en donde la última opción del hombre era el suicidio triste, solitario y final. La juventud japonesa, que de todas las juventudes del mundo es la que está más adelantada, ha creado la maravillosa opción de los suicidios en grupo.
Si algo tenía el suicidio de malo, era justamente la falta de conversación durante los trámites y los preparativos. Limpiar el caño de la escopeta, o prender el gas y esperar, o colgar la soga en los barrotes del sótano, habían sido siempre tareas aburridísimas, solitarias, hasta penosas. Antes era imposible conversar con alguien sobre tu propia muerte programada, sin que el otro quisiera disuadirte o mandarte a un psicólogo.
Ahora, con una conexión adsl y un poco de suerte, podemos encontrarnos con un grupito de nuevos amigos de messenger, y quedar para matarnos, mañana a las 21 horas, de una manera idéntica y compleja, hasta artística.
El día que Jürgen Bernd toco el timbre de la casa de Armin Meiwes, el anfitrión estaba en la cocina, preparando una ensalada de rabanitos, lechuga, cebolla y nueces. Armin se había vestido con un traje que le quedaba perfecto; Jürgen llegó con una camisa salmón y vaqueros negros."Traje el vino" dijo el recién llegado cuando el otro le abrió la puerta, y señalándose a sí mismo agregó: "Y también el postre".
Horas más tarde, para el mundo tradicional, se cometería un asesinato del que ahora comienza el juicio, en la ciudad de Kesser. A Armin Meiwes se lo acusa de grabar durante cuatro horas la mutilación, asesinato y posterior manduque de Jürgen Bernd, que vio con sus propios ojos el principio del festín, pero ya no le llegaba la sangre a la cabeza cuando su amigo se comió los veinte kilos restantes de su cuerpo en una semana.
Ambos querían aquello —ésa es la defensa del abogado de Armin—, los dos estaban compinchados con los detalles de la cena y, sobre todo, estaban de acuerdo en lo que habría para comer.
No es el principio de la locura lo que ocurrió aquella noche entre dos hombres alemanes de mediana edad, sino el final de la desesperación solitaria y el inicio de una nueva forma de patología: la grupal, la que antes sólo se daba en ciertas sectas caribeñas, cada cierto tiempo, y que ahora empieza a ser cada vez más frecuente en la casa del vecino, y hasta en la nuestra.
Era marzo de 2001, era el nacimiento de este siglo. Meses más tarde unos aviones de pasajeros contra unos edificios neoyorquinos cambiarían para siempre nuestra visión del mundo, haciéndonos ver nuestra locura global, obligándonos a decir por primera vez la frase "yo pensé que esto nunca podía pasarnos". Pero fue un poco antes, en Alemania, cuando comenzó a torcerse sin remedio el sentido de la locura solitaria del hombre. La indivisible, la secreta y oscura. Fue entonces que empezamos a escuchar esa otra frase que ahora oímos cada vez con más frecuencia:
—Yo creía que esto me pasaba solamente a mí.

domingo, 5 de junio de 2016

Los chistosos

Hay una clase de gente que sabe chistes. Saber chistes es fácil; te sentás una tarde a ver youtube, si le ponés voluntad, te aprendés noventa. Pero 'saber' contar chistes es otra historia. Yo le tengo un miedo espantoso a esa gente que, en las fiestas o que apenas conoces, te empieza a contar chistes. Le tengo más miedo a eso que al cáncer de próstata.
—Maxi, Maxi vení —se viene riendo de entrada el chistoso, y te agarra del hombro para que no te escapes— ¿Sabés el del tipo que va a la tintorería porque tiene una mancha de semen en el pantalón?
—No.
Yo soy de los que dicen "no", como casi todo el mundo. Quisiera ser de los que dicen "sí" y se quedan tan contentos. O de los que dicen "no sé, pero no quisiera verte hacer el ridículo, chabon".
Pero mi timidez, o mi falta de reflejos mas que nada, provocan que mi respuesta sea "no". Y entonces me quedo en pausa, intimidado, como las liebres en la ruta cuando viene un camión de frente con las luces altas. Digo "no" y me preparo a vivir un momento incómodo. ¿Por qué es incómodo que te cuenten un chiste? Principalmente, porque hay que hacer demasiados esfuerzos para fingir que te estás divirtiendo.
Como primera medida tengo que poner la mandíbula en piloto automático. Esto es, sonreír de entrada, mientras el otro empieza con su relato. Siempre el contador amateur quiere ser gracioso desde el vamos: mueve las manos, cambia la voz si hay más de un personaje, etcétera. Y esto, supuestamente,'ya es' gracioso. Entonces tenso el músculo abductor, mostrando los dientes, cosa que cansa muchísimo y mas a mi que tengo unos olluelos en los cachetes muy molestos.
El esfuerzo mayor, sin embargo, es dividir el cerebro en tres compartimientos: el que escucha el argumento del chiste, el que se pregunta porqué mierda no me quedé en mi casa, y el que critica minuciosamente la performance.
Mientras el chistoso cuenta, yo pienso cuánto hay de natural en su exposición. Cuánto es de él, y cuánto está copiando. Reconozco los fallos de tiempo. Le busco los hilos a la marioneta. No sé por qué, pero dedico mucha energía a hacer una crítica despiadada del pobre aficionado; me convierto en una especie de Pachano del chascarrillo.
Y sufro mucho. Sobre todo cuando el chistoso va llegando al final, y desde lejos se nota que la trama va perdiendo fuerza. Que no se sostiene, que las voces de los personajes no son las mismas que al principio, que el remate se ve venir, se sospecha... Y entonces empiezo a preparar la carcajada falsa. No sé reírme de mentira. Me sale como un catarro. Pero mentalmente voy practicando.
—¡Aja jaaaa jaa jaja! —exploto cuando el chiste termina, tratando de no quedar del todo satisfecho, por las dudas que el contador sea uno de esos que saben más chistes.
Pero hay algo peor que el que te arrincona en soledad: y es el que cuenta chistes verdes en la mesa, y en vez de decir culo, pito, coger o concha, hace gestos, ruiditos o movimientos de cejas:
—Había una pareja en un auto, a la noche, y estaban a punto de... ya saben —y cierra el puño, pone cara 'graciosa' y mueve la mano para atrás y para adelante—. Entonces ella le agarra al tipo la ... ¿no? —y mira a las mujeres presentes—, bueno, y era enorme.
¡Si vas a contar algo en donde la poronga es protagonista, decí "Poronga"! Y si pensás que decir poronga es amoral, o es una falta de educación, o constituye delito o pecado, ¡entonces no cuentes algo donde la poronga es la protagonista!
Yo transpiro mucho en esas reuniones de gente grande que cuenta chistes. Me hago mucha mala sangre, me saca úlcera. Incluso me estoy poniendo de muy mal humor mientras escribo esto.
Odio mucho, por ejemplo, a los que cuentan chistes de gallegos metiendo la zeta en todas partes, a los que después del primer chiste te cuentan otro porque fingiste mucha risa, a los que tartamudean al final porque se ponen nerviosos, a los que cuentan chistes de Verdaguer poniendo la voz de Verdaguer, a los que se ríen mientras narran como si los ganara la tentación, a los que cuentan chistes de caballos que entran a un bar y piden un vino, a los que imitan la voz de los maricones usando la misma zeta de los gallegos pero poniendo la mano como si llevaran una bandeja invisible, a los que te explican el final, a los que se equivocan y empiezan de nuevo, a los que creen que para hablar como un judío solamente es necesario decir'noive' en lugar de nueve, a los que repiten el remate porque no te causó gracia y creen que no entendiste, a los que sospechan que los chistes en donde aparece Marx o Freud son chistes inteligentes, a los que cuentan chistes largos donde hay un amante adentro de un ropero, a los que incluyen el final en la introducción y no se dan cuenta, a los que preguntan si no hay gente con cáncer en la mesa antes de contar un chiste negro, a ustedes, a todos ustedes que son legión y que se la pasan mirando en youtube los videos viejos de Yayo en VideoMach como si fueran a ser ellos y después se encierran un día entero a aprenderse de memoria cada palabra, a ustedes les tengo miedo, les tengo lástima y los odio.
No son graciosos y lo saben, pero insisten. La única virtud que tienen es haber aprendido algo de memoria. Saben las palabras, las pueden repetir una atrás de la otra, pero no tienen la menor idea de cómo decirlas. No les entra en la cabeza que el humor es un arte, como pintar cuadros o tocar el violín.
Yo, por ejemplo, me sé de memoria muchos poemas, pero eso no me habilita a ir por las reuniones recitándoselos a la gente por la espalda y a traición. Aunque no estaría mal que, una noche de estas, para vengarme de todos los hijos de puta que se creen graciosos, empezara a llevármelos uno por uno a un rincón y les dijera:
-¿Sabés ése del tipo que no es nada, que nunca será nada, que no puede querer ser nada, pero aparte de eso tiene en él todos los sueños del mundo?
A ver cuánta poesía portuguesa son capaces de aguantar.