domingo, 19 de junio de 2016

Don Americo y el día del padre

Son las 00:21hs y al ser hoy el día del padre en Argentina quería dedicarle unas palabras a mi viejo pero no pude aguantarlas y se las escribí en un papel el cual vi que guardo en la cajita de madera.. La cajita de madera es una caja en donde mi viejo guarda las cosas de mayor importancia así que algo que esta guardado ahí tiene tanto valor que no puede ser reproducido. Pero si bien no voy a hablar de mi papa voy a hablar del abuelo de Mariana... Mariana es una chica que conocí hoy, una vecina de mi misma edad que por casualidad nuestros padres se conocen y como el padre de ella se puso a hablar con el mio, mientras se regocijaban en su día me pidió una mano para prender el fuego del asado, a lo cual acepte. Lo primero que pensé de Mariana al conocerla fue su equilibrio, o mejor dicho el equilibrio que Dios le dio a esa chica por que era igual en inteligente que en fea. Así que mientras yo trataba de poner los palitos de la leña en forma de triangulo para luego después meter un diario y encenderlo, ella me convido una copa de vino tinto y me empezó a contar del abuelo y que no pudo venir a festejar el día del padre por que se había vuelto en estas fechas a su querida Italia. Yo al abuelo lo tenia de vista nomas, y mientras ella me pintaba que el viejo era mil amores me quede con mi imagen que era de un viejo muy viejo y cascarrabias. Ella me contó todo, que era italiano de ley y que era fanático hasta los huesos de Boca Juniors. Se llama don Américo Bertotti y fue uno de los muchos inmigrantes italianos que llegaron a la Argentina por culpa de la segunda Guerra.
Me contó la vida de Americo en el viejo continente, porque (como a muchas mujeres) el buen vino la tornaba melancólica y repetitiva. Me contó que Americo se había ido para ver a su padre que estaba a punto de morir, osea, el tatarabuelo de Mariana el cual lo acompaño a embarcarse a la argentina hace muchos años y le había dicho: “Nunca traiciones tu origen milanés, Américo, y jamás te va a ir mal en la vida”. Él tenía catorce años cuando cruzó el Atlántico con esas palabras en el alma. Y no se las olvidó más.
Cuando dos meses después pisó tierra firme, en Buenos Aires lo primero que lo sorprendió de aquella ciudad enorme del sur de América fue el silencio. Un silencio demoledor. Era la primera vez en años que no escuchaba el estruendo de las bombas alemanas, ni los gritos de las mujeres, ni el ruido espantoso que hace la panza cuando la clausura el hambre.
El jovencito llegó solo, desde Milán, obnubilado y con el pelo hasta los hombros. Al pisar tierra se encontró con el primer gran problema en suelo extranjero: para trabajar (le dijeron) había que cortarse el pelo. Y después llegó el segundo problema: para ir a la peluquería había que tener monedas en los bolsillos. Y al caer la tarde descubrió el tercer problema: para tener monedas había que trabajar. Era el círculo vicioso de los obstáculos.
Descubrió que Argentina era un pueblo de pelicortos; las modas europeas no habían llegado al sur del mundo. Los inmigrantes europeos se reconocían por las calles por el calzado pobrísimo y por las mechas sucias y largas. Muchos tenían el mismo conflicto que él, y entonces en el puerto escuchó un rumor: había una barbería en el barrio de La Boca que le cortaba gratis el cabello a los inmigrantes, con una condición. Pero nadie le explicaba cuál era esa condición. Y para allá se fue el pequeño Américo.
El barbero, que era un criollo de espaldas enormes, lo recibió con una sonrisa y le dijo que lo rapaba gratis si prometía que desde esa tarde, y para siempre, sería incondicional de un club de fútbol que se llamaba Boca Juniors. El joven Américo, sorprendido por tan buen negocio, juró con solemnidad que siempre sería hincha de Boca. Lo juró como solamente puede jurar un chico hambriento: de verdad, y para toda la vida.
Esa tarde Américo salió de la peluquería sin un pelo en la cabeza y con dos colores nuevos en el corazón: el azul y el amarillo. Después pasaron los años, llegó el peronismo, luego se prohibió el peronismo y aparecieron nuevos gobiernos. Algunos muy malos, otros bastante peores. Américo se casó con una buena mujer, tuvo hijos y siempre vivió en  Tortuguitas. Exactamente a dos casas de la mía.
Prosperó mucho desde que llegó de Milán con una mano atrás y otra adelante, y siempre pensó que su buena suerte en la vida había tenido que ver con esos dos juramentos nunca rotos: el de su padre, de no traicionar jamás su origen milanés; y el del viejo barbero del puerto: ser hincha fanático de Boca Juniors para toda la vida.
Pero Dios a veces es irónico o quizás solamente le gusta demasiado el fútbol y sus variantes. Porque a don Américo lo esperaba, en la vejez, una broma divina que iba a ocurrir exactamente el domingo 14 de diciembre del año 2003, a las siete y cuarto de la mañana.
No se si todos se acordaran, seguramente los hinchas de Boca si, pero ese día mientras para algunos fue solamente un partido de fútbol entre Boca Juniors y el Milan, que jugaban la Copa Intercontinental en Japón. Un partido importantísimo (el mejor equipo de América contra el mejor equipo de Europa) pero en el fondo únicamente un pasatiempo. Para don Américo, sin embargo, era algo más. Para el pobre viejo no fue un deporte sino una tortura. Hinchara para quien hinchara, estaría rompiendo uno de sus dos juramentos. 
Fue esto lo que mas me llamo la atención de lo que escribo y me impulso a hacerlo.. Por que todo el mundo le escribe a los grandes héroes de la historia y estoy seguro que Mariana y su conocimiento me podrían haber hablado de cualquier prócer pero sin embargo dedico su tiempo para hablarme de su abuelo, alguien quien para mi era un viejo mas como todos los viejos, pero que hoy justamente el día del padre fue en contra del mundo mismo para hacerle honores al suyo y esto fue lo que paso:
Ya hacía el calor insoportable de diciembre, a pesar del madrugón. Don Américo estuvo acodado en la barra del bar el día del partido, frente a la tele, desde antes de que la televisión conectaran con Tokio. El viejo lloraba de antemano porque todavía no había decidido qué traicionar: si al pueblo donde había nacido, o al pueblo que lo había adoptado.
El primer gol fue del Milan. Américo se levantó de la silla y gritó: “¡Vamo caraco, forza Milano merda puta!”. Después se sentó y siguió llorando a moco tendido. Seis minutos después fue el gol de Boca. Don Américo se levantó y gritó: “!Vamo caraco, aguante boquita merda puta!”. Y se hundió en la barra para otra vez llorar amargamente.
Terminó el partido empatado uno a uno, como si el destino hubiese querido profundizar la herida de muerte desde el mismísimo punto de los penales. Durante lo que duró el receso antes de la definición, don Américo no dijo una sola palabra. Caminaba alrededor de la mesa y bebía despacio su vino barato.
Gritó triunfal los penales convertidos y gritó triunfal los penales errados; gritó los goles de Boca y el gol del Milan, gritó a favor y en contra de sus dos corazones hasta que llegó el último tiro, que le dio el triunfo al equipo del barbero, aquel criollo de ley que rapó gratis a un ‘sin papeles’ sesenta años antes, en un país que todavía era próspero.
Y entonces don Américo dejó de festejar, y también dejó de llorar. Se quedó quieto. Tenía los ojos vidriosos, secos de lágrimas. Miraba el aparato empotrado en la pared, y después miraba a su alrededor, y después otra vez el aparato, como si estuviera viendo por la tele a su padre aquel día de la despedida con sus catorce años y su promesa echa añicos. 
 Fue ahí cuando entendí en el relato de Mariana que Americo no iba a ver a su padre por ultima vez y despedirse sino a festejar su día junto a el.