jueves, 12 de noviembre de 2020

LA OVEJA NEGRA

 Había una vez una oveja negra. Pero no era negra solo por su lana, brillante, siempre limpia, enrrulada y abundante. También su piel se mostraba de un suave color negruzco cuando la esquilaban, las pocas veces que la esquilaban, que eran muy pocas. La lana negra no se puede teñir y se colocaba con mucha dificultad en el mercado de la villa, al que el pastor acudía cada 3 mese con toda la lana acumulada de su rebaño, a 5 km de la granja, en el pueblo, donde también había una pequeño barco que solía frecuentar de tanto en tanto.

La lana de Claudia, que así se llamaba la oveja negra, solo la llevaba cuando la señora Eulalia se la encargaba para hacerse un gorrito, un suéter o unas medias. La señora Eulalia era una señora muy mayor que vivía sola en una cabaña y se decía que era bruja. Decía que la lana de la oveja negra era especial y nada la abrigaba y protegía del viento igual. Así que el pastor no se atrevía a deshacerse de aquella oveja negra, rara y mal encarada, pero que daba una lana tan especial que la Eulalia la pagaba al triple que la mejor lana blanca que se podía conseguir. Y porque con la leche de la oveja negra se podía hacer el queso más exquisito de cuantos se pudieran probar, queso que vendía en el mercado especificando que era de pura leche de oveja negra, mas claro, cremoso y sabroso que cualquier otro.

Al resto del rebaño Claudia también les resultaba rara y cascarrabias. Siempre les decía que las ovejas eran esclavas del pastor, que los perros del pastor (a los que odiaba con especialmente y siempre intentaba fastidiar) estaban para vigilar que nadie se escapará del “campo de concentración ” (así llamaba, con un enojo terrible, a la bonita granja donde vivían, en la ladera de una montaña verde en verano y completamente blanca cuando la acariciaba el invierno) y no para protegerlas “del lobo”, o que el pastor no hacia más que aprovecharse de su lana y su leche sin darles nada a cambio, salvo servidumbre y opresión. Que no necesitaban amo ni perros para vivir por su cuenta del patito del campo, las plantas y frutas. A las ovejas les dolía la cabeza cuando les hablaba así. ¿que es ser esclava? ¿qué decía de los perros? ¿de que habla esta oveja tan mal encarada y gruñona? Cuando hablaba así, el rebaño se alejaba y se dedicaba a sus quehaceres hasta que a Claudia se le apagaba la voz y se recostaba en el pasto a ver las nubes.

Pero el rebaño, a pesar de todas estas rarezas, quería mucho a Claudia. Porque era un oveja bella y confiable, cuando no hablaba de esclavos y explotadores y les contaba bellas historias a los corderitos. Tenía unos ojos azules, de un azul intensísimo, que adquirían un ligero tono rojizo cuando se enfadaba (lo que pasaba muy a menudo). En su cara tenia una cicatriz que le atravesaba toda la cara entre los ojos, si bien no la hacia más fea, pero les recordaba a todas lo que pasaba cuando se mordía al perro del pastor.

Ocurrió hacia ya 6 meses y todavía se comentaba en el rebaño. Uno de los perros se dedicaba a molestar a las ovejas (lo hacía constantemente, así se entretenía de las largas jornadas de pastoreo), les ladraba cuando comían y mordía en las patas cuando correteaban por el prado donde las llevaban a pastorear. Ese día decidió molestar a Claudia, que sin mediar palabra se abalanzó sobre el perro, un enorme mastín negro y fiero cuya sola presencia infundía terror en todo el rebaño. Le atacó con sus pezuñas, le mordió donde pudo, mientras el animal, asustado retrocedía entre gemidos lastimeros. Tuvieron que acudir el pastor y el resto de los perros para reducir a Claudia. Finalmente el pastor rompió su cayado en la cara de Claudia que se derrumbó desmayada y sangrando al suelo, mientras perros y pastor seguían pegándola y mordiéndola.

Claudia tardó un tiempo en recuperarse de sus heridas. El rebaño estuvo sin volver a verla unos 2 meses. Se contaba que la habían llevado finalmente al matadero, que la habían vendido a la anciana que le gustaba su lana, que se había escapado del veterinario…y alguna otra historia más disparatada. Pero no, finalmente Claudia apareció por la granja una bonita tarde de Septiembre. Cojeaba todavía un poquito y la cicatriz del cayado roto del pastor destacaba en medio de su cara.. Claudia tendría a partir de entonces una actitud un poco más distante con el resto del rebaño. Si le preguntaba les decía que “la habían dejado tirada”, y luego se volvía a pastar por otra zona. Es verdad que en unas pocas semanas volvió a contarle historias a las más pequeñas y volvió, aunque con menos pasión, a decirles cosas raras a sus compañeras adultas. Y que sus tonos de voz sonaban más roncos y sombríos que antes, como si algo se le hubiese roto por dentro.

Hasta el día de la tormenta.

Aquel día el pastor sacó a su rebaño sin reparar en que había nubes que amenazaban tormenta. La noche anterior se había quedado hasta tarde en la taberna y le habían dicho que podría haber lobos en la zona. El pastor se reía mientras se bebía su vino y decía: “¡que vengan! Tengo a mi perro Satán para protegerme. Ningún lobo se atreverá a acercarse a mi rebaño y si vienen ya se enterarán de a quién no deben molestar”. Satán, claro, era ese enorme mastín negro que atacó a Claudia aquel horrible día, el mismo que lloraba ante los ataques de una única oveja defendería el rebaño de una manada de lobos.

Nada más llegar al prado las nubes empezaron a cerrarse, el cielo se volvió gris en un santiamén y empezaron a caer las primeras gotas. Perros y ovejas volvieron sus cabezas al pastor, que se puso una enorme capa color verde oliva para protegerse de la lluvia y se plantó, con las piernas abiertas y apoyado en su cayado, a la entrada del camino. Sin moverse. Se le veía molesto. Acababan de llegar tenía resaca y no estaba dispuesto a volverse a casa sin que sus ovejas se hubiesen alimentado. Pensaba que el agua le sentaría bien y no haría daño, sólo es agua. Ya se tomaría un baño caliente en casa a la vuelta y se dormiría viendo la tele. Así que, perros y ovejas, se encogieron de hombros y se resignaron a volver a casa empapados por la lluvia. Cada uno volvió a sus quehaceres, las ovejas a comer hierba y pasear y los perros a vigilar que nadie se perdiera. Claudia se alejó un poco hasta que casi todo el mundo pensaba si no pensaría escaparse, aunque ninguna oveja dijo nada, sabían que Claudia un día se iría. Pero no, se limitaba a estar erguida, mirando al resto del rebaño mientras por su cabeza volaban sus pensamientos, sus ensoñaciones. Ella no tenía hambre aquel día, seguía enfadada con el rebaño. Pero era su rebaño y a pesar de todo las quería. Al final se recostó debajo de un viejo árbol que estaba un poco alejado del rebaño.

El primer aullido llegó por el este. Lo oyeron todos: pastor, rebaño y perros. Cesaron los ruidos de las ovejas, los ladridos y hasta el viento parecía que se había cortado. Sólo escuchaban la lluvia, ya intensa, caer en la tarde, que casi parecía noche por lo oscuro de las nubes. Nada. Y, de repente, otro aullido, esta vez por el este. Y otro al norte. Y al sur. Cada uno más cercano que el anterior. Una manada de lobos rodeaba el rebaño mientras el pastor llamaba a su lado a los perros. Satán gemía al lado de su amo mientras 15 o 20 lobos se manifestaban alrededor del rebaño, que se iba juntando entre sí cada vez más. Entonces, pastor y perros salieron al camino y corrieron hacia la granja sin volver la vista atrás ni preocuparse del que decían era su rebaño. No pararían hasta llegar a casa y encerrarse dentro de la casa. Y el rebaño al completo vio la verdad en algo que siempre les decía Claudia: aquellos perros estaban ahí para vigilarlas, no para protegerlas. Y ya no estaban.

Las ovejas estaban solas mientras el lobo se acercaba, lentamente, para elegir la que sería la primera presa. No había escapatoria.

Entonces ocurrió. Un sonido salvaje, gutural, surgió de detrás de los lobos. Era Claudia que corría hacia los lobos. Nadie reparó en esa oveja negra refugiada detrás de aquel enorme árbol mientras los lobos se acercaban al rebaño. Claudia se lanzó directa a por el lobo jefe de la manada, a quien en sus muchos años nunca le había atacado ninguna oveja de cuantas había cazado. Claudia le mordió, le tiró al suelo, le dio cabezazos en todo el cuerpo, patadas…antes de que el resto de la manada siquiera pudiese reaccionar para defender a su jefe. Y cuando quisieron hacerlo, ya era tarde. El resto del rebaño, todas aquellas ovejas sumisas, tranquilas y miedosas, se lanzaron a por los lobos como había hecho aquella oveja negra con la cara partida por una cicatriz. Mordieron, dieron cabezazos, patadas y, finalmente, pusieron a la fuga a aquellos lobos que nunca olvidarían a aquel rebaño de ovejas mal encaradas y fieras.

Mientras los lobos huían las ovejas celebraron su victoria dando saltos y balando alegremente en una algarabía que se prolongaría hasta ya entrada la noche, cuando decidieron buscar una cueva donde refugiarse de la lluvia y esperar al nuevo día. A Claudia sus compañeras ya no le parecían tan blancas. Nunca volverían a aquella granja y se alimentarían de lo que pudieran encontrar en prados y montes.

Nunca se volvió a ver a Claudia y al rebaño por los alrededores. El pastor vendió su granja y emigró a la ciudad. Nadie se creyó que intentase, ni por un instante defender su rebaño cuando los lobos se acercaron y la vergüenza no le dejaba vivir. La señora Eulalia seguía vistiendo sus vestidos de lana negra. Nadie sabía de donde los sacaba, pero se cuenta que de vez en cuando sube al monte y recoge algunos mechones que se quedan prendidos en los matorrales. Se cuenta, también, que las noches de luna llena se escucha un Bbbeeeee de oveja especialmente ronco y desafiante.


viernes, 21 de agosto de 2020

El silvido

Con esto de la cuarentena a mis vecinos y especialmente me refiero mi vecino de al lado, no se le ocurrió mejor idea que hacer arreglos es su casa para matar el tiempo, lu cual le duró una semana el ataque de constructor hasta que se cansó  y contrató un albañiles. Lo cual significaba que desde las 7am. me desperté durante 2 meses con el bello susurro matutino de martillos y agujereadoras. Había uno gordo, uno joven, uno flaco y uno viejo (creo que eran todos parientes). Los observaba sobre todo cuando pasaban por ahí mujeres, lo cual  eran varias por que vivo a media cuadra de una avenida. Al divisar la presencia de una mujer por la vereda, los albañiles detenían el estruendo del cortafierro, o de la agujereadora, y se quedaban quietos. Si estaban almorzando, o descansaban, dejaban de masticar y de conversar y de reír. La mujer pasaba, entonces, y ellos se levantaban un poco el casco o se peinaba con la mano. En medio del silencio que ellos mismos habían provocado, miraban con desparpajo a la mujer y enseguida ocurría algo sorprendente.
Cuando la mujer estaba exactamente en el centro de sus miradas, entre el venir y el irse, justo entonces, uno de ellos la llamaba con un silbido largo. Se trataba de un sonido agudo, inútil y potente, como si alertaran a un perro sordo sobre la inminencia de una camioneta.
A veces también decían alguna cosa que comenzaba siempre con el verbo «venir» en la segunda forma del imperativo. Vení mamita, por ejemplo. O vení que te voy a hacer tal cosa y tal otra. Pero esto sólo ocurría muy temprano, cuando no estaban agotados de cincelar y de martillar. Los días nublados utilizaban también la palabra baba, y diferentes combinaciones del verbo chupar. Pero a última hora de las tardes calurosas, cuando el sol les había pegado de lleno y ya tenían la garganta seca, sólo utilizan el silbido, que era —creía yo— una abreviatura de todo lo que querían decir y no podían.
Lo que quedaba claro, por lo menos a mí que los había observado días enteros durante la suplencia mortífera, es que el silbido era una invitación para que la mujer ingresara por la puerta de rejas verdes y pasara un rato junto a ellos, en la obra en construcción. El silbido era, sin dudas, una convocatoria.
En uno de esos días me los crucé en la cola para entrar a la fiambreria, al parecer el único menú  que conocían era el del asado o los sandwichitos de fiambre, apenas los saludé me reconocieron que era su vecino temporal, así que le pregunté a uno de los trabajadores, al más flaco de los cuatro, qué haría él si por casualidad la mujer silbada, cualquier mujer entre las tantas que pasaban, en lugar de seguir su camino, indiferente al llamado, se diera la vuelta y, efectivamente, entrase a la obra.
No precisó meditarlo mucho el obrero, ni darle vueltas a la cuestión. Tenía la respuesta en la punta de la lengua:
—Le damos entre todos —dijo el albañil flaco.
—¿Le dan qué? —quise saber.
—¡Qué va a ser! —exclamó el albañil más joven, y complementó la idea con el gesto de fornicar el aire con las manos.
Rieron.
—¿Los cuatro, le dan? —me sorprendí.
—Claro —certificó el albañil más gordo, uniéndose— ¡si entra, le damos! ¿O si no para qué entra?
Sospeché por un momento que me estaban tomando el pelo.
—A ver si entiendo —dije—. Ustedes llaman a una mujer que no conocen de nada, a una mujer que está pasando por aquí de casualidad. La llaman, además, por medio de un silbido.
—Correcto, señor.
—La mujer acude al llamado —continué—, traspasa aquella valla de protección, esquiva la mezcladora, se acerca sin temor para conocer el motivo de la llamada y entonces ustedes...
—Le damos —dijo el más gordo.
Éste no hizo el gesto de fornicar el aire, como el joven, sino que cerró el puño y lo movió varias veces, como si se estuviera clavando una escarpia en el pecho, o zamarreando de los pelos a una criatura invisible.
—¿La violan, quieren decir?
—Entre los cuatro, señor —puntualizó el más joven, que sí repitió el gesto corporal y provocó otra vez las risas.
—Violar, violar... Dicho así queda feo —matizó el albañil más viejo, que hasta entonces había permanecido al margen—. Usted en realidad les está haciendo a los muchachos una pregunta tramposa.
Me interesé. El albañil viejo se dio cuenta que había logrado seducirme con su respuesta serena, más moderada que las del resto, y me puso una mano sobre el hombro. Habló con la misma cadencia que usan los hombres de campo cuando están a punto de decir algo sobre pájaros:
—La hembra no responde al chiflido, compañero —dijo—. Nunca.
Los otros tres asintieron en silencio.
—Yo empecé como aprendiz de obra en el año cincuenta y dos —continuó el viejo—, y desde esa época las chiflo a todas. No me importa que sean vistosas o bagres, ni que sean gordas, ni que sean viejas. Mire usted: yo debo de haber chiflado... —hizo una larga suma en el aire, entrecerrando los ojos—, debo de haber chiflado a un millón doscientas mil mujeres, por abajo de las patas. Y no es solamente que nunca vino ni una: ni siquiera dan vuelta la cabeza para ver quién llama. ¡Nada! Y no es indiferencia, ojo; es que no perciben el chiflido humano. ¿Vio que el perro oye un silbato especial que el cristiano no oye? Con las mujeres pasa lo mismo. Pero a la inversa.
—¿Y para qué les silban, entonces? —insistí— Yo trabajo ahí enfrente, en el primer piso, en aquella ventana. Y los veo a ustedes silbar siempre que pasa una mujer. ¿Para qué las silban, si no vienen?
—Para que vengan, así le damos —repitió de nuevo el más joven, con puesta en escena incluida, y todos rieron otra vez.
En ese momento (y esto fue muy impresionante) dejaron de reírse todos a un tiempo y miraron hacia la esquina vacía. Los cuatro, al unísono, se pusieron en posición de alerta y de perfil, como en una coreografía ensayada la noche anterior. Si hubieran tenido agua hasta el cuello habría creído que eran nadadoras sincronizadas.
Uno de ellos, el gordo, presagió muy concentrado:
—Rubia. Unos treinta años.
Otro, el flaco, aguzó el oído y dio más detalles:
—Buenas tetas, complexión mediana.
Yo no escuchaba nada más que las bocinas de los coches. El viejo cerró los ojos para concentrarse mejor, apretó los labios y negó:
—Tetas sí, pero no rubia: morocha teñida.
Entonces, sólo entonces, yo también comencé a escuchar el sonido levísimo de un taconeo, desde la izquierda, y diez segundos más tarde, efectivamente, dobló hacia nosotros una mujer rubia, bien proporcionada, de unos treinta o treinta y cinco años de edad.
Los cuatro albañiles actuaron como era su costumbre: usaron el silbido llamador y los verbos venir y chupar en diferentes variaciones, siempre en la segunda del imperativo. Hicieron lo de siempre, con la diferencia de que, esta vez, yo no los observaba desde la abstracción de mi oficina sino que estaba con ellos, era uno más, y quizás por eso sus silbidos y propuestas me turbaron. La posibilidad de que la mujer creyera que yo también participaba del petitorio, del llamado, me hizo sonrojar y bajar la mirada al suelo.
Después de silbarla y llamarla en vano, los cuatro obreros se quedaron mirando el culo de la mujer hasta que desapareció detrás de una marquesina. Sólo entonces recordaron que yo estaba allí, y volvieron a prestarme atención.
—Qué va a ser... Así es la cosa —dijo el albañil gordo, con el mismo tono de aceptación resignada de un pescador al que se le ha escapado otro pez imposible.
—Ésta tampoco quiso entrar —acoté yo, con un poco de maldad, para ocultar mi vergüenza, que no era vergüenza ajena y por eso me dolía.
—Pero si entraba le dábamos —dijo el albañil flaco, aunque esta vez nadie hizo gestos de fornicación ni tampoco hubo risas.
Pasó una ambulancia y comenzó a caer la tarde. Nos quedamos los cinco en silencio, y yo pensé que quizá no decían toda la verdad, que quizás mentían. No adrede, sino con la intención, involuntaria, de salvarse de un destino lejano que no les correspondía.
Pensé que, tal vez, el más joven de los albañiles silbaba a las mujeres porque, al llegar a la obra el primer día, los otros ya tenían esa misma costumbre. Y pensé que quizás el viejo silbaba a las mujeres porque en el año cincuenta y dos, cuando era tan sólo un aprendiz, los oficiales de obra ya también silbaban a las mujeres. Me dio por pensar que ninguno de los cuatro sabría qué hacer si, un día, una mujer respondía el llamado milenario.
—Lo de ustedes es un acto reflejo —dije, como si pensara en voz alta—, es un gesto sin esperanza... Un mecanismo que no tiene sentido.
Se quedaron callados los cuatro.
El viejo bajó la vista. El más joven dejó de sonreír. El flaco dio media vuelta y se quedó de espaldas a mí, mirando unas galletitas de agua. Tan pronto como acabé de decir aquello, me arrepentí de haber hablado de ese modo, y también me arrepentí de haber salido de mi casa a comprar y hacer preguntas. ¿Qué me importaba a mí la vida de esa gente?
—Mire señor —me dijo entonces el albañil gordo, y yo levanté la vista y lo miré a los ojos—: cuando el trabajador de la construcción le chifla a una mujer, siempre hay esperanza. Siempre esperamos que la mujer se dé la vuelta y venga un rato, o que por lo menos se dé la vuelta y nos mire. Hace siglos que las estamos llamando, no es de ahora. ¿Ellas qué saben si es para darles, como dice Pedro, o si es porque se les cayó la bufanda al suelo y se la queremos devolver? ¿Ellas qué saben? Un trabajador que chifla siempre espera que la mujer se dé la vuelta y lo mire a los ojos... Siempre espera... Porque, mire —y señaló la silueta de la avenida San Martín, abarrotada de cemento—, mire todo esto, señor, mire esta avenida, si no tuviéramos esperanza, si todo fuera porque sí, ¿usted cree que habría tantos edificios terminados?
Desde ese día me puse algodón mojado en las orejas.

jueves, 20 de agosto de 2020

La teoria del homoerectus

Hace 17 años un amigo y yo descubrimos, por casualidad, que la mejor manera de caminar es hacerlo como un mono, que mientras trota se estuviera convirtiendo en avestruz. Esta forma de andar es mucho más cómoda y veloz que la manera habitual y mucho menos cansadora. Con mi amigo solíamos dar largos paseos por Torcuato utilizando este método de tracción,  a la vez que nos preguntabamos : ¿Por qué la gente no se desplazará así, por que todo el mundo elige la variante más difícil?. Dimos con la respuesta años después cuando nos llevaron presos a causa de caminar distinto.

Durante los cinco años que caminamos así mi vecino y yo perdimos a todos nuestros amigos . Los vecinos que antes nos saludaban ahora se cruzaban de vereda al vernos aparecer, a nuestros viejos los llamaba día por medio la directora de la escuela, nos costaba intimar con chicas, y casi nadie quería vendernos porro. Es decir, llegábamos velozmente y sin cansancio a todas partes, pero no nos dejaban entrar a ninguna.

Éramos conscientes de la importancia de nuestro descubrimiento, sí, pero también de la enorme fuerza de la hipocresía social que nos rodeaba. Como muchos otros adelantados a su tiempo, fuimos rechazados hasta por la propia familia. Recuerdo, aún con dolor, una conversación entre mi viejo y mi vieja que escuché sin querer una noche al volver a casa:

—¿Hasta cuándo le va a durar la edad del pavo? —decia la Mirtha .

—No es pavo, es puto —sospechaba papá.

En la casa de mi amigo ocurría algo similar: tampoco sus padres creían en mí, al punto de que le prohibieron a su hijo ir conmigo por la calle, por lo que elmi amigo debía descolgarse por la ventana de su cuarto para realizar nuestras caminatas, convirtiéndose de este modo casi en un mono completo.

Al crecer un poco y poder viajar solos en el transporte publico nos ibamos mucho para capital —en la gran urbe— un notable cambio de mentalidad. En las estaciones de trenes (Retiro, Constitución y Once, por ejemplo) al caminar utilizando nuestro sistema, algunos pasajeros nos daban monedas y hasta billetes de diez pesos. De este modo descubrimos que aquello que las personas grandes entienden como «edad del pavo», el hombre urbano lo considera malformación. Este hallazgo nos hizo dar un giro en nuestras investigaciones, y también nos proporcionó un ingreso extra.

El problema más común en las grandes ciudades anónimas ya no es el qué dirán (como nos ocurría en nuestro barrio) sino los perros. El can de ciudad siente una extraña seducción primitiva al ver al humano caminar diferente. Por alguna razón, los perros porteños flashaban al vernos, que éramos sus repentinos líderes y comenzaban a seguirnos, con cautela pero sin tregua, hasta el fin de nuestros trayectos, cuestión que se tornaba incómoda cuando la jauría superaba la docena.

Un día mi amigo cansado de las miradas me dijo:

—Mañana me vuelvo en remo.

Aquellas palabras fueron el lento principio del fin. ¿Qué sentido tenía haber descubierto un modo nuevo de locomoción personal, si debíamos usar un remis para disimularlo? Durante un tiempo seguimos caminando así, pero sólo por las noches y algunos domingos. Frente a amigos, señoritas y profesores, sin embargo, careteábamos verticalidad.

Entonces ocurrió lo peor. Fue una madrugada de mayo donde mi amigo y yo paseábamos tranquilamente por las cercanías de la plaza de San Miguel, cuando vimos de reojo que dos policías comenzaban a caminar detrás nuestro. Ellos también a pie, pero del modo tradicional.

—Me parece que nos sigue la gorra—me dijo.

—Nosotros somos más rápidos —repliqué sin voltearme.

Mi amigo, sin embargo, comenzó a dudar:

—Maxi, paremos —me dijo sin dejar de caminar. Ya están yendo medio al trote, como en la maratón olímpica.

—Ellos a su método, nosotros al nuestro. Vamos a ver quién gana. Además no es ilegal caminar distinto.

—Eso es verdad: no pueden detenernos por esto.

Nos equivocábamos.

Un minuto después de la última frase ya nos habían apuntado, ya sabían dónde vivíamos, qué estudiábamos, ya nos habian encontrado faso en el bolsillo, y ya nos estaban llevando a la seccional 33. Estuvimos 6 horas en el calabozo de la comisaría. Nos liberaron ya muy entrada la mañana, y el propio comisario se quedó en el zaguán de la comisaría vigilando:

—O se retiran normalmente, o se vuelven para adentro —nos amenazó.

Doblamos la esquina erguidos, quizás hasta demasiado erectos, como si fuéramos dos conchetos abstemios, como si tuviéramos un pulovercito amarillo atado a los hombros, sacando pecho, y muy serios. Y así seguimos hasta hoy: erguidos y concientes de nuestra derrota moral, conocedores de la humillación galileica; allí supimos que la verdad, en este mundo capitalista, vale menos que la apariencia.

—Nosotros tenemos el método —dijo mi amigo aquella mañana—, pero ellos tienen las pistolas.

Y esa fue la última conversación que tuvimos sobre nuestro invento.

La última hasta hoy, claro.

Esta mañana después de años de no tener comunicación me escribió al Facebook eufórico. «¡Poné C5n», me dijo. A mil kilómetros de distancia el uno del otro, sintonizamos el mismo canal  y ahi estaban ellos.

Se trata de una familia turca al completo. Viven en la región kurda, a contramano del mundo, con vestimentas rústicas y rostros curtidos por el sol. Caminan como lo hacíamos nosotros , un poco más adelantados —tal vez— pero con idéntica irreverencia y la mismísima ilusión; ellos incluso apoyan las palmas en el suelo («¡cómo no se nos había ocurrido poner las palmas así, es todavía mejor!», me decía mi amigo al teléfono).

Nos quedamos largos minutos viendo las imágenes de la tele, y escuchando al periodista: «Se trataría de un acontecimiento evolutivo puntual, como ya propusieron en su día los biólogos Stephen Jay Gould y Richard Lewontin, y no de una evolución gradual, como tradicionalmente sostiene la teoría darwiniana clásica», decían los de C5n.

Son cinco hermanos (dos hombres, tres mujeres) que ni siquiera se inmutan con la presencia de las cámaras. Ellos siguen con sus vidas maravillosamente encorvadas, veloces y felices como algún día quisimos vivir nosotros.

—¡Teníamos razon! —me ponía mi amigo en el chat— ¡Teníamos razón negro, y el mundo nos dio la espalda! —decía, y yo notaba sus gruñidos por detrás de la alegría, y sabía (como si lo viera) que había vuelto a caminar como dios manda.

Yo también comencé a pasearme por toda la casa en la posición vital, reencontrándome con la postura perdida; sin preverlo, las fosas nasales se me dilataron, las palabras me salían renovadas y salvajes al teléfono, los pasos eran cada vez más largos y el peso de la cabeza semejaba al de un globo de gas.

—Ya no estamos solos —le dije entre gruñidos de felicidad—. Fueron éstos años horribles de fingir la frente alta, pero ya no es necesario seguir mintiendo. Podremos volver a caminar veloces, llegar otra vez a tiempo y sin cansancio, y ahora ya nadie habrá de señalarnos con el dedo, ya ningún agente de la ley nos detendrá. Cinco kurdos y la comunidad científica internacional nos avalan, mi querido amigo.

—Che me escribe mi amigo—. Mi novia piensa que soy un pelotudo.

—Sí, a mi  novia creeo que le doy miedo cuando camino así.

—No habíamos pensado en tener pareja cuando inventamos esto.

—No. Éramos jóvenes.

—Claro —dijo él, y lo oí repentinamente erguido.

Yo también saqué pecho, levanté la cabeza, se me alinearon los omóplatos.

Y entonces empezamos a hablar sobre la por qué nunca queríamos tener novias.