jueves, 20 de agosto de 2020

La teoria del homoerectus

Hace 17 años un amigo y yo descubrimos, por casualidad, que la mejor manera de caminar es hacerlo como un mono, que mientras trota se estuviera convirtiendo en avestruz. Esta forma de andar es mucho más cómoda y veloz que la manera habitual y mucho menos cansadora. Con mi amigo solíamos dar largos paseos por Torcuato utilizando este método de tracción,  a la vez que nos preguntabamos : ¿Por qué la gente no se desplazará así, por que todo el mundo elige la variante más difícil?. Dimos con la respuesta años después cuando nos llevaron presos a causa de caminar distinto.

Durante los cinco años que caminamos así mi vecino y yo perdimos a todos nuestros amigos . Los vecinos que antes nos saludaban ahora se cruzaban de vereda al vernos aparecer, a nuestros viejos los llamaba día por medio la directora de la escuela, nos costaba intimar con chicas, y casi nadie quería vendernos porro. Es decir, llegábamos velozmente y sin cansancio a todas partes, pero no nos dejaban entrar a ninguna.

Éramos conscientes de la importancia de nuestro descubrimiento, sí, pero también de la enorme fuerza de la hipocresía social que nos rodeaba. Como muchos otros adelantados a su tiempo, fuimos rechazados hasta por la propia familia. Recuerdo, aún con dolor, una conversación entre mi viejo y mi vieja que escuché sin querer una noche al volver a casa:

—¿Hasta cuándo le va a durar la edad del pavo? —decia la Mirtha .

—No es pavo, es puto —sospechaba papá.

En la casa de mi amigo ocurría algo similar: tampoco sus padres creían en mí, al punto de que le prohibieron a su hijo ir conmigo por la calle, por lo que elmi amigo debía descolgarse por la ventana de su cuarto para realizar nuestras caminatas, convirtiéndose de este modo casi en un mono completo.

Al crecer un poco y poder viajar solos en el transporte publico nos ibamos mucho para capital —en la gran urbe— un notable cambio de mentalidad. En las estaciones de trenes (Retiro, Constitución y Once, por ejemplo) al caminar utilizando nuestro sistema, algunos pasajeros nos daban monedas y hasta billetes de diez pesos. De este modo descubrimos que aquello que las personas grandes entienden como «edad del pavo», el hombre urbano lo considera malformación. Este hallazgo nos hizo dar un giro en nuestras investigaciones, y también nos proporcionó un ingreso extra.

El problema más común en las grandes ciudades anónimas ya no es el qué dirán (como nos ocurría en nuestro barrio) sino los perros. El can de ciudad siente una extraña seducción primitiva al ver al humano caminar diferente. Por alguna razón, los perros porteños flashaban al vernos, que éramos sus repentinos líderes y comenzaban a seguirnos, con cautela pero sin tregua, hasta el fin de nuestros trayectos, cuestión que se tornaba incómoda cuando la jauría superaba la docena.

Un día mi amigo cansado de las miradas me dijo:

—Mañana me vuelvo en remo.

Aquellas palabras fueron el lento principio del fin. ¿Qué sentido tenía haber descubierto un modo nuevo de locomoción personal, si debíamos usar un remis para disimularlo? Durante un tiempo seguimos caminando así, pero sólo por las noches y algunos domingos. Frente a amigos, señoritas y profesores, sin embargo, careteábamos verticalidad.

Entonces ocurrió lo peor. Fue una madrugada de mayo donde mi amigo y yo paseábamos tranquilamente por las cercanías de la plaza de San Miguel, cuando vimos de reojo que dos policías comenzaban a caminar detrás nuestro. Ellos también a pie, pero del modo tradicional.

—Me parece que nos sigue la gorra—me dijo.

—Nosotros somos más rápidos —repliqué sin voltearme.

Mi amigo, sin embargo, comenzó a dudar:

—Maxi, paremos —me dijo sin dejar de caminar. Ya están yendo medio al trote, como en la maratón olímpica.

—Ellos a su método, nosotros al nuestro. Vamos a ver quién gana. Además no es ilegal caminar distinto.

—Eso es verdad: no pueden detenernos por esto.

Nos equivocábamos.

Un minuto después de la última frase ya nos habían apuntado, ya sabían dónde vivíamos, qué estudiábamos, ya nos habian encontrado faso en el bolsillo, y ya nos estaban llevando a la seccional 33. Estuvimos 6 horas en el calabozo de la comisaría. Nos liberaron ya muy entrada la mañana, y el propio comisario se quedó en el zaguán de la comisaría vigilando:

—O se retiran normalmente, o se vuelven para adentro —nos amenazó.

Doblamos la esquina erguidos, quizás hasta demasiado erectos, como si fuéramos dos conchetos abstemios, como si tuviéramos un pulovercito amarillo atado a los hombros, sacando pecho, y muy serios. Y así seguimos hasta hoy: erguidos y concientes de nuestra derrota moral, conocedores de la humillación galileica; allí supimos que la verdad, en este mundo capitalista, vale menos que la apariencia.

—Nosotros tenemos el método —dijo mi amigo aquella mañana—, pero ellos tienen las pistolas.

Y esa fue la última conversación que tuvimos sobre nuestro invento.

La última hasta hoy, claro.

Esta mañana después de años de no tener comunicación me escribió al Facebook eufórico. «¡Poné C5n», me dijo. A mil kilómetros de distancia el uno del otro, sintonizamos el mismo canal  y ahi estaban ellos.

Se trata de una familia turca al completo. Viven en la región kurda, a contramano del mundo, con vestimentas rústicas y rostros curtidos por el sol. Caminan como lo hacíamos nosotros , un poco más adelantados —tal vez— pero con idéntica irreverencia y la mismísima ilusión; ellos incluso apoyan las palmas en el suelo («¡cómo no se nos había ocurrido poner las palmas así, es todavía mejor!», me decía mi amigo al teléfono).

Nos quedamos largos minutos viendo las imágenes de la tele, y escuchando al periodista: «Se trataría de un acontecimiento evolutivo puntual, como ya propusieron en su día los biólogos Stephen Jay Gould y Richard Lewontin, y no de una evolución gradual, como tradicionalmente sostiene la teoría darwiniana clásica», decían los de C5n.

Son cinco hermanos (dos hombres, tres mujeres) que ni siquiera se inmutan con la presencia de las cámaras. Ellos siguen con sus vidas maravillosamente encorvadas, veloces y felices como algún día quisimos vivir nosotros.

—¡Teníamos razon! —me ponía mi amigo en el chat— ¡Teníamos razón negro, y el mundo nos dio la espalda! —decía, y yo notaba sus gruñidos por detrás de la alegría, y sabía (como si lo viera) que había vuelto a caminar como dios manda.

Yo también comencé a pasearme por toda la casa en la posición vital, reencontrándome con la postura perdida; sin preverlo, las fosas nasales se me dilataron, las palabras me salían renovadas y salvajes al teléfono, los pasos eran cada vez más largos y el peso de la cabeza semejaba al de un globo de gas.

—Ya no estamos solos —le dije entre gruñidos de felicidad—. Fueron éstos años horribles de fingir la frente alta, pero ya no es necesario seguir mintiendo. Podremos volver a caminar veloces, llegar otra vez a tiempo y sin cansancio, y ahora ya nadie habrá de señalarnos con el dedo, ya ningún agente de la ley nos detendrá. Cinco kurdos y la comunidad científica internacional nos avalan, mi querido amigo.

—Che me escribe mi amigo—. Mi novia piensa que soy un pelotudo.

—Sí, a mi  novia creeo que le doy miedo cuando camino así.

—No habíamos pensado en tener pareja cuando inventamos esto.

—No. Éramos jóvenes.

—Claro —dijo él, y lo oí repentinamente erguido.

Yo también saqué pecho, levanté la cabeza, se me alinearon los omóplatos.

Y entonces empezamos a hablar sobre la por qué nunca queríamos tener novias.